miércoles, 1 de julio de 2009

"En la mira"









¡PREPAREN, APUNTEN... FUEGO!

"Y pensar que aún hay gente que se dedica a la caza por deporte..."

"Encuentro"

Ella meditó abundantemente acerca del menú; una cena invernal debiera tener todos los ingredientes para procurar entibiar el cuerpo, reponerlo del desgaste sufrido durante el día y predisponerlo para un buen estado de ánimo.
Comenzaría con una ensalada de macarrones con pimientos. Seguiría con un arrollado de carne a la cerveza y como postre, un bizcocho de torta esponjoso. Todo bañado con un tinto Malbec de la Bodega del fin del Mundo, cosecha 1998. Para la sobremesa, un café suave acompañado de masas secas al chocolate. Y, para coronar la velada, una copa de champagne cooler bien helado.
La temperatura ambiente no debería ser inferior a los 20 grados, pero tampoco superior a los 24. Los ingredientes preparados para el festín completarían la necesaria dosis calórica.
Ella meditó cuidadosamente qué tipo de iluminación se derramaría en el ambiente, sopesando el color de su vestimenta y hasta el efecto que los rayos lumínicos provocarían en su refracción con los manjares que serviría. Eligió un velador de pie de bronce rematado con pantalla de gaza color púrpura subido. La intermitencia de los carteles luminosos provenientes de la calle le otorgarían al ambiente un carácter urbano irreprochable.
Había encargado dos docenas de rosas rojas que distribuiría en dos suntuosos floreros de cristal, uno en cada esquina del ambiente principal.
Ella pensó en una posible interrupción a causa de un llamado telefónico. Por eso contemplo conectar el contestador automático y reducir a nivel cero el timbre de llamada. Obviamente, su teléfono celular quedaría apagado una vez que él se hiciera presente.
Cuando las agujas del reloj se acercaban a indicar las 19hs. ella se retiró para tomar un baño caliente y prepararse para recibirlo. Habían arreglado un corto llamado a las 20hs. para confirmar la llegada media hora más tarde. Una hora sería más que suficiente para estar lista al lado del teléfono para responder a su llamada.
Llenó la bañera y le agregó sales de baño intensamente cargadas de un aroma profundo que, sin duda, inundaría su cuerpo brindándole una renovada cuota de seguridad en sí misma. Permaneció dentro de la bañera por espacio de media hora y disfrutó de la inmersión en el agua tibia, perfectamente equilibrada en temperatura, de acuerdo a su gusto. La abundancia de espuma le confirió una voluptuosidad especial a la experiencia, augurando lo que sería una velada igualmente intensa.
Faltando tan sólo quince minutos para recibir la llamada telefónica, salió del baño y casi flotando, se dirigió al dormitorio donde la aguardaba el atuendo que ya había seleccionado con anterioridad.
Una combinación de falda con corset y pantalones, chaqueta y top, todo en tela de tafetán brillante, con bordados y adornos. Había pensado en esa combinación dado que alternaba el color verde agua con un borravino intenso, otorgándole una presencia dócil pero rematada con una actitud agresiva y definida. Finalmente, un delicado echarpe en gasa cristal le otorgaba un leve toque de volatilidad.
Prefirió el maquillaje austero y, con el fin de conferir un tono romántico, eligió un perfume dulce y cálido.
Estuvo lista para atender la llamada con tan sólo un minuto de antelación. Ella había pensado que estar preparada de antemano correspondía a una actitud femenina de sumisión, pero no pretendía exagerar en tales consideraciones. Por tanto, un breve instante bastaría para cumplir con el cometido.
Cuando el reloj marcó exactamente la hora señalada, el teléfono llamó y ella, premeditadamente, lo dejó campanillear 3 veces, al cabo de lo cual atendió con voz sugestiva y seductora.
- ¿Hola?
- ¡Hola! -contestó él con igual impostación-. ¿Ya estás lista?
- Casi completamente -respondió, atribuyéndose el derecho de provocar cierta ansiedad en él-. Te pediría si pudieras retrasar tu llegada tan sólo diez minutos.
-¡Oh, por supuesto! -respondió galante, aunque con un dejo de contrariedad en el tono de su voz que no supo disimular-. ¿Algún inconveniente sobre lo planeado?
- ¡No, tú sabes, menesteres domésticos!
- Muy bien, dejaré transcurrir exactamente diez minutos más de lo pactado y me apersonaré a tu puerta -remató, dejando traslucir definitivamente su irritación-.
- Estaré preparada para recibirte -concedió ella, advirtiendo el cambio en su voz-.
Luego de colgar, se cercioró de que todo estuviera en su lugar, la comida cociéndose adecuadamente, la ubicación de las flores en forma simétrica entre sí, los platos y utensilios alineados de acuerdo a la dimensión y forma de la mesa y la pantalla del velador en perfecto equilibrio. Advirtió que la luz que ingresaba del exterior invadía demasiado la atmósfera distendida que había pretendido crear, por lo que deslizó levemente las cortinas de gaza para desmotivar el ímpetu de las luminarias de neón.
Por fin, previo paso obligado por su dormitorio para observarse frente a su espejo de pie y comprobar la intachabilidad de su vestimenta, se dispuso ante la puerta para responder inmediatamente al llamado. Para no desarticular la armonía general de su presencia, decidió permanecer de pie.
A la hora acordada telefónicamente ella se puso firme junto a la puerta y sus manos jugaban ya con la forma del picaporte. Pero el timbre no se hizo escuchar.
Con la mirada fija en el reloj de su muñeca, contempló el andar intermitente del segundero. Ya habían transcurrido treinta segundos y él no llegaba. Una profunda angustia la invadió, provocando la aparición de minúsculos brillos de sudoración sobre su rostro.
Decidió acompañar la aguja del segundero hasta cumplir un minuto exacto. Cuando el reloj indicó la hora 20 y 41 minutos, ella sintió que el mundo se le desmoronaba. Soltó el picaporte y dejó caer con virulencia su brazo izquierdo. Con sus fuerzas mermadas, se arrastró hacia el dormitorio y se desvaneció sobre su cama donde, por fin, perdió el conocimiento.
Varias semanas más tarde, a pedido de sus padres, la justicia ordenó la apertura del departamento. Fue hallada en el preciso lugar de su caída final.
De él nunca pudo saberse más.

"Estoy en el horno"

A las puertas del infierno sólo el corazón puede quedarse helado.

"Agua cero"

No es el agua, sino el deseo de que sea.

"Bajo fondo"

Hasta no hace muchas décadas, los nórdicos solían construir sus casas con techos aislados térmicamente con césped.
Esta curiosa manera de prevenirse de las excesivamente bajas temperaturas y de la acumulación de nieve, me remite a la familia Eidem, de Hammerfest, Noruega.
Los Eidem eran una familia que había vivido allí por generaciones. Eran conocidos pesqueros que asaltaban al bravo Mar de Barents para arremeter contra su riqueza ictícola.
Lars Eidem, padre de familia, había heredado de sus antepasados una propiedad ubicada bajo el nivel de la superficie, en una especie de caverna natural. De tal forma que el techo de la casa era constituído por césped natural que formaba parte de la despojada llanura nórdica.
Los Eidem vivían bajo tierra, podría decirse con propiedad. Lo cual los protegía del viento arreciador y de la nieve.
Y del entorno social.
C
omo eran audaces pescadores, su contacto con el medio terrestre era escaso, casi nulo.
Es debido a esto que, tras decenas y hasta cientos de años de vivir de esa manera semi aislada, el carácter de la familia Eidem fue tornándose particularmente ermitaño.
Sus necesidades materiales se veían satisfechas por el pródigo mar. La larga noche boreal se encargaba de confinarlos por largos meses, encerrados entre las rocosas paredes de la vivienda.
Un verano,
un grupo de muchachones eligió jugar al fútbol cada tarde, sobre la superficie que funcionaba como techo de la casa. Al parecer, la elección fue acertada porque, a medida que transcurrieron los días, un buen número de candidatos para jugar e igual cantidad de curiosos, se fueron sumando al encuentro, transformándose en menos de un mes en una romería que, incluso, atrajo a diversos vendedores ambulantes de salchichas, copos de nieve, maníes y otros pasatiempos culinarios.

Al principio, los Eidem tardaron en comprender la situación, tolerando las corridas, golpes y gritos con resignada perplejidad. Pero, luego de algunas semanas, las molestias se convirtieron en una ruptura de la paz y el estilo de vida de la familia.
Se sucedieron protestas, gritos y todo tipo de planes entre sus integrantes, pero nunca traspasaron las gruesas paredes rocosas de la casa. Sencillamente, no sabían a quién acudir para presentar una queja y tampoco en qué términos hacerlo.
En algunas semanas más, el deterioro del terreno era notable. Casi no quedaban rastros del otrora tupido césped y aun la tierra se había desperdigado, dejando al descubierto las incipientes muestras de rocosidad.
Mientras tanto, la convocatoria era cada vez más numerosa e iba incrementándose la complejidad de las actividades, ya que mientras algunos jugaban al fútbol, otros hacían gimnasia de precalentamiento, algunos daban vueltas en círculo en bicicleta, otros correteaban sin cesar.
Paralizada, la familia Eidem pasó del estado
de estupor a uno de angustia y depresión. Las primeras agitadas reacciones dieron paso a una resignada apatía que, más que indicar conformidad, daban muestras de impotencia y rendición.
Pronto llegó el invierno y con él, el frío y la nieve. Los juegos concluyeron, pero los efectos sobre el terreno se hicieron visibles.
Las goteras inundaban cada sector de la casa, pero la familia permanecía atónita. Como si el frío y la humedad hubieran embotado su escasa capacidad de diálogo, confinándolos al ostracismo y la parálisis.
No pasó mucho tiempo para que contrajeran enfermedades y, uno a uno, fueran partiendo de este mundo, tan solos como sus vidas habían transcurrido.
Al siguiente verano, el gobierno municipal decidió cercar y adornar con numerosa variedad de flores todo aquél terreno, para impedir que los muchachones jugaran al fútbol. Es que los vecinos de alrededor habían presentado sus denuncias el verano anterior y no estaban dispuestos a que la situación se repitiese una vez más.

De la familia Eidem nadie percibió su ausencia, excepto el indómito Mar de Barents, que aquél verano se revolvió con inéditos bríos.

"Me voy. Por las ramas."

No todo en la vida son espinas. También hay un cielo que nos invita a volar.