viernes, 1 de enero de 2010

"En la ruta - Señales"


"Partir es quebrar"

El último vestigio de su presencia lo registró desde el dormitorio.
Tal como lo había anunciado reiteradamente, por fin ella atravesó el umbral y selló definitivamente la ruptura con un estruendoso portazo.
"Antes de fin de año" había prometido. Pero él, muy confiado de sí mismo o, tal vez por regañar su responsabilidad, desestimó una y otra vez la amenaza.
Las persianas se encontraban aún medio bajas; el sol recién asomaba por entre los edificios y los primeros indicios de movimiento callejero adquirían presencia desde allí arriba.
Él permaneció largo rato inmóvil, en la misma posición en la que se encontraba cuando aquél golpe final había conmovido todo su interior. A pesar de haber transcurrido ya más de una hora, su corazón latía con mayor frecuencia, como si en lugar de apaciguarse, el transcurso del tiempo provocara mayor agitación interior.
Es que él aguardaba su regreso, tal como había sucedido en varias ocasiones en el pasado. Ella no era una mujer de tomar decisiones drásticas y él conocía -y quizás abusaba- de esa condición.
Así pues, el contraste entre su cuerpo inmóvil y su corazón agitado le demandó un gran esfuerzo por lograr auto-controlarse, tal como una lucha entre dos seres que estuvieran compitiendo por la supremacía.
Imaginó innumerables situaciones posibles; todas tenían un final común: ella volvería y trataría de retornar a la situación previa a la partida. Pero los minutos pasaban y el sol ya calentaba la habitación, por medio de sus ardientes rayos de fin de diciembre que llegaban con decisión sobre su persiana semi-abierta.
Él no quiso moverse, aunque la sed intensa se estaba manifestado hacía tiempo y su cuerpo lo llamaba una y otra vez para cumplir con su fisiología.
Sabía muy bien que todo debía permanecer inmóvil; cualquier variación, por más imperceptible, haría que el futuro se convirtiese en presente, para dejar atrás al pasado, irremediablemente. Todo lo que él hiciese a partir de ese momento, lo haría sin su presencia, comenzando así un derrotero separado al de ella.
Y, como estaba convencido de que ella regresaría, aplazó una y otra vez toda necesidad, toda iniciativa y todo pensamiento que lo condujera a hacer "algo".
La puerta parecía adherirse a la iniciativa de él, quedándose inmóvil a la espera de que fuera ella la que la hiciera sonar nuevamente. Habían pasado quién sabe cuántas horas ya desde su partida; él no se animó siquiera a dar vuelta su rostro para mirar el reloj, pues el mero paso del tiempo estaría advirtiéndole que su soledad había comenzado a cobrar forma real.
El teléfono comenzó a sonar. Impulsivamente, él tuvo la intención de levantarse para atender. Pero, justo a tiempo, dominó el movimiento de su cuerpo y permaneció allí, tendido, durante las doce veces que sonó aquella llamada. Aun sin saber si era ella, prefirió forzar su regreso antes que darle la chance de dialogar por teléfono. Y si la llamada no fuera de ella, igualmente preferiría no atender, para no mezclar nada nuevo -siquiera una conversación trivial- en aquella brecha que se había abierto con la partida de ella.
Fueron largas y penosas horas de auto-limitación de sus deseos y necesidades más básicas. Había entrado en un túnel oscuro y desconocido, en el que no sabía cómo desenvolverse y, aun más, no pretendía hacerlo. Permanecía inmóvil, aguardando el retorno, para conferirle a aquel atravesamiento un cálida luz que volviera todo a la normalidad. A una normalidad vital para él.
Pero la puerta no se escuchó. Dos días habían transcurrido ya y él sintió que ya no podía permanecer en esa situación. El hambre y la sed lo atormentaban y el hedor de las sábanas -no había podido contener el impulso de su cuerpo- le provocaban un continuo estado nauseoso. Se encontraba en un letargo total, más provocado por su empecinamiento que por la convicción de que todo aquello conduciría a algo satisfactorio.
Y, como un convicto que encuentra en su sentencia la confirmación de su suerte, sintió que ya no deseaba que ella volviese. Cayó en la cuenta de que un posible regreso sólo provocaría un volver a apostar, proyectando su propia vida como algo auténticamente deseado.
Y descubrió que no era así. Que sólo la presencia de ella lo obligaba a seguir viviendo, arrastrándose como un trozo de mármol llevado a través de un sendero cenagoso.
Conforme transcurrían esas dramáticas horas, pudo comprobar que su liberación se aproximaba. Ya no tendría excusas para permanecer viviendo en la apariencia de estar entero. Por fin podría admitir que sus fuerzas sólo le alcanzarían para llegar a quebrarse.
Y con ese pensamiento alivió la pesadez de su yugo y se aprestó para diseminarse en millones de partículas que finalmente alcanzaron la luz, filtrándose por la rendija de la persiana entreabierta.

"En la ruta - Texturas"



"Ella desapareció en una nube de polvo"

Después de aquél portazo, ella subió a su 4x4 y aceleró.
Como poseída, anduvo sin rumbo fijo, sosteniendo obsesivamente la mirada hacia el horizonte, casi sin pestañear. Con cada kilómetro que agregaba a su carrera, sentía que reivindicaba decenas de situaciones en la que nunca pudo sentirse comprendida, contemplada.
Si aquél estruendoso portazo fue un disparo de largada, esta marcha hacia ningún destino fijo le servía para retomar el oxígeno perdido en tanto tiempo de ahogos irredimibles.
La tenacidad con la que conducía la mantuvo alejada de cualquier reclamo de sus sentidos. Ni siquiera con el transcurrir de las horas contempló la posibilidad de un atenuante. Cualquier anuencia a descomprimir la presión sobre el acelerador, significaría la aceptación de una nueva derrota, y en el actual estado de las cosas, esa alternativa carecía de oportunidad de ocurrencia.
De modo que así transcurrió ese día, eliminando a través del caño de escape de su vehículo cada grito contenido, todo atropello a su dignidad, cada nueva resignación.
Y llegó la oscuridad. Y ella no tenía conciencia del lugar por donde transitaba su desahogo, sin poder admitir que había llegado ya muy lejos. Y que había ingresado en un camino consolidado pero sin pavimentar. Y que el castigo permanente de un viento asolador, junto con los rayos abrazadores del sol del verano, habían ondulado el terreno, haciéndolo muy irregular y de desarrollo incierto.
Por fin, en medio de una cerrada oscuridad, a través de los faros de la 4x4 pudo advertir que muy cerca, a una distancia imposible de eludir, el polvo acumulado sobre el camino se alzaba como llamado desde el cielo a cumplir con una misión que aguardaba por decenas de años. Antes de que pudiera reaccionar, el vehículo penetró en esa espesa nube y ya no se lo volvió a ver.
El único testigo del suceso fue un perro que aguardaba el paso del vehículo para tomar su alocada carrera habitual y, con su ladrido aterrador y sus colmillos ostensiblemente expuestos, lograr la fuga del posible nuevo intruso. Allí permaneció inmóvil, aguardando la aparición del vehículo, como quien presta sus cinco sentidos y toda su atención a un ilusionista a punto de hacer aparecer a una paloma, en medio de la contorsión de sus manos que birlan toda posibilidad de consciencia.
El polvo comenzó a ceder, disipándose lentamente, como hubiera sido la actitud del perro, de haber podido completar su rutina. Finalmente, no quedaron rastros de aquél torbellino, y tampoco de la 4x4.
Nadie reclamó su reaparición y nadie pudo ya más signar con precisión su destino. Sólo las huellas de su camioneta quedaron grabadas hasta allí, como testimonio de un camino que ha sido truncado en medio de su extensión.
Y el polvo del camino que se aplacaba lentamente, satisfecho quizás, por haberse apoderado de su presa, sin dejar huella alguna.

"En la ruta - Camiones"


"El reencuentro"

El paisaje era austero: recién comenzaba a partir la época invernal.
Como alfombras arreciadas por la última creciente de un río, las extensiones de la maltrecha pradera se sucedían en hilera, sumando monotonía y un devenir laxo, atiborrado de humedad.
Sin embargo, los tímidos rayos del sol que se despegaban de la gangosa compañía de las nubes, prometían la llegada de un tiempo de renovadas esperanzas.
Las aves eran las primeras en tomar noticia, y cruzaban ágilmente el firmamento, llevando y trayendo trozos de lo que fuera, en procura de construir sus nidos y cumplir con el mandato de Di-s. Las abejas adquirían presencia en las primeras apariciones florales, interpretando un acorde bajo pero permanente, como el ensayo de la orquesta que se dispone a desplegar prontamente su virtuosismo.
Y el viento. La llegada del viento se erigió en promesa efectiva para la anegada superficie, alentándola a ofrecer lo mejor de sí al apoderarse de las buenas nuevas, aunque provenientes de distancias desconocidas y por tanto, ajenas y carentes de mensajes. Pero el viento acercó cada molécula que el frío invierno le facilitó, cada porción de antiguos seres que se entregaron a una futura e incierta transformación.
No obstante, la tierra ya había embriagado lo suficiente sus entrañas como para pretender familiaridades, así que absorbió con gula millones de partículas insípidas y se las apropió celosamente, con un instinto de conservación voraz.
La luminosidad de enero sembró con un cálido abrazo cada atisbo viviente y la tierra se abrió como una fémina para albergarlo.
Más pronto que la proyección de toda ansiedad, la superficie se cubrió de un manto multicolor, especie de surco que se extiende hacia el Supremo Rey, desde los pasos del menesteroso.
Y, como padre que acaricia los cabellos de su vástago, el viento peinó una y otra vez aquellos frágiles destellos que se desplegaban aceptando el acto de ternura, y devolviendo el gesto a través de bellísimas texturas y profundos aromas.
Entonces, aquellas ínfimas partículas reunidas desde horizontes que se habían cruzado, confluyeron en una nueva manifestación de unidad y belleza, que bien pudiera dar origen a un renovado amor, inspirado en la maravillosa continuidad de los días.
Sólo la presencia de dos seres, un hombre y una mujer, bastarían para justificar la ocurrencia de tan maravillosa obra.

"En la ruta - Habitats"