jueves, 1 de abril de 2010

"Chorro de hojas"

"Mostaza sobre la pared"

La pared era blanco reluciente. Hacía calor y el blanco vomitaba toda su furia interior, acumulada tras semanas de absorción de intensos rayos dorados.
La pared alardeaba pureza, sumiendo al entorno en bochornoso vejamen por carencia de análoga propiedad.
Hasta que la pared se descuidó. Los cientos de grados encerrados entraron en descomposición y supuraron.
Desde la comisura superior, aquella que la unía y la distanciaba a la vez con el techo, comenzó a brotar mostaza. Primero fueron gotas que se derramaron aisladamente, casi explorando el camino, como adelantados en misión militar. Luego el grifo se desbocó y trocó en manantial.
Espesa y avasallante, la mostaza invadió todo a su paso. Una mostaza olor y color mostaza intensos, caía desproporcionada ante el mutismo cómplice de la pared que se dejó así derramar. En breve lapso, la pared ya no fue pared sino fluir constante. Su inmutable aspecto fue ganado por relieves de magnitud caótica y se sumergió completamente debajo del amarillo todo saturante.
La mostaza llegó al piso pero no lo invadió. Cada gota que descendió encontró hueco donde esconderse, al tomar contacto con el zócalo. Así se constituyó un sistema cerrado que se realimentó eficazmente. Todo líquido que brotaba, caía y penetraba por debajo, para volver a aflorar de inmediato desde arriba.
El perro fue el primero que detectó el fenómeno. Tras olfatear detenidamente, alargó su lengua y tomó contacto con el fluido, instante en el que su lengua fue succionada ferozmente por la pared, arrastrando a todo su cuerpo. Así, el perro descendió hasta desaparecer tras la efímera brecha que se abría junto al piso.
En pocos segundos, asomó desde el techo la figura del animal, totalmente aplanada, sin vida. Así descendió y desapareció, tornando infinito el proceso de aparición-caída-desaparición.

La pared ya no era sólo mostaza. También era figura de perro aplanada. Y así sucedió con cada animal que se acercó a probar la mostaza. Hormigas, cucarachas, insectos voladores y hasta ratones se sintieron atraídos y pasaron a formar parte del entramado vertical. De tal forma que al cabo, el amarillo mostaza casi desapareció de la superficie, siendo reemplazado por enorme cantidad de cuerpos aplanados.
Entonces llegó él. Lanzó sus objetos y alivianó sus ropas. Dejó caer su cansado cuerpo en el sillón que estaba situado frente a la pared. Si había algo que tranquilizaba su fatigada mente era contemplar aquella pared, portento de blanco sublime, inspirador de calma interior.

Alzó la vista y su corazón no pudo asimilar aquél espectáculo. ¡Toda su pared ataviada y pletórica de espantosos insectos superpuestos que descendían como una película sin fin!
Supuso que todo sería producto de su cansancio, así que decidió acercarse para tocar la pared. Para su asombro, el tacto con la pared no ofrecía cambio alguno respecto de la última vez que la había rozado, lo cual lo desesperó aún más.
Pasaron los días y la película continuaba con su curso prefijado. Poco a poco, él comenzó a resignarse y aprendió a convivir con ese fenómeno. Su mente y corazón necesitaron encontrar una cierta normalidad en ello, tal como la que había alcanzado con el blanco uniforme de antaño.
Así, cada día que comenzaba, él asimilaba las figuras que descendían apretadas contra la pared y, cargado con las sensaciones que esa imagen le transmitía, salía al encuentro de sus responsabilidades. Poco a poco, y sin que él lo advirtiera, comenzó a resultarle familiar y hasta atractivo aquél panorama. Tanto, que ya no concebía llegar a su casa sin encontrárselo y hallar interés en él.
Hasta que llegó el invierno. Un cierto día las imágenes comenzaron a desvanecerse, fundiéndose con el blanco de la pared, que afloraba nuevamente, como saliendo de su latente ocultamiento. La pared volvió a refulgir orgullosamente y el blanco obnubiló nuevamente todo el ambiente.
Cuando llegó él, tiró como de costumbre sus objetos sobre el sillón y alivianó sus ropas. Se sentó, listo para contemplar su paisaje. El blanco intenso lo atravesó de tal manera que lo encegueció. Adelantando su brazos se dirigió hacia la pared que lo envolvía con potencia inusitada. Al alcanzarla con sus dedos, sintió que todo su cuerpo se congelaba, a la vez que se sentía absorbido irresistiblemente.
Ningún intento fructificó. Trémulo, su cuerpo descendió hasta alcanzar el zócalo. Penetró en las profundidades y reapareció aplanado desde el techo... y así fue desde entonces, sin dar pausa a la conocida continuidad.
El primero que lo advirtió fue el perro, quien tomó posición sobre el sillón para ver a su amo, en su cíclico viaje a través de la pared.
En su fuero íntimo, tanto él como su perro saben que tal vez deberán aguardar el próximo verano para que las cosas puedan volver a cambiar.

"Tallo erguido"

"Terremoto"

La ciudad de Valparaíso conserva rincones de atractiva belleza. Es un espacio natural y cultural donde los numerosos turistas que se acercan disfrutan del generoso equilibrio entre la vivencia del impetuoso mar y los pintorescos cerros.
El muelle Pratt es el punto principal de destino y partida de embarcaciones comerciales y de pasajeros. Frente a él se despliega cual remanso visual en medio de altisonante edificación, la plaza Sotomayor que propicia la imponencia del edificio de la Comandancia de la Armada de Chile. Esta señorial construcción se encuentra flanqueada por una guardia permanente. Un gallardo grupo de marinos ataviados con uniforme de blanco impecable, remembranza de un tiempo de gustos castrenses que la sociedad chilena se resiste a abandonar.
No obstante la atenta mirada de la custodia, el edificio invita a ser visitado más por su presencia distintiva que por la esperanza de hallar en él los motivos de interés anhelados por cualquier viajero. Vano es el intento de imaginarlo siquiera; el fortín de la Armada en pleno centro de la ciudad no recibe a visitantes, limitándose a testimoniar el poderío naval de un país con 5.000km de litoral marítimo.
Resignados antes de intentarlo, los caminantes se vieron atraídos por la calle Serrano, que desemboca en la plaza. Esta angosta arteria se encuentra bordeada por una línea ininterrumpida de edificaciones de dos o tres plantas; un aspecto de la antigua ciudad portuaria testificado a lo largo de algunas pocas cuadras que culminan en uno de los ascensores típicos de Valparaíso: el ascensor del Cerro Artillería. La presencia del viejo trolebús que “chupa” su energía de un tendido eléctrico aéreo, terminó por definir la imagen y operó a manera de imán para dos que indagaban sobre la historia y el presente.
A poco de incluirse en el paisaje, las antiguas imágenes acudieron en cada frente decorado, en cada zaguán, en cada escalera marmolada que ascendía hacia la oscuridad. Encuentros plasmados en profusión de abrazos, una cita vespertina del marinero enrolado en el buque mercante, en fin, olores a sal mezclada con vapores de carbón incandescente, provenientes de las calderas de los navíos que trajeron emociones recónditas al viejo puerto.
Los caminantes, no obstante, detectaron que el presente cortaba con filo implacable a aquellas pretendidas imágenes de antaño. Un cierto aire tenso y extraño comenzaba a invadir cada paso. Nadie hasta ese momento hubiera podido ubicarlo en palabras, pero resultaba evidente que el romántico pasado se había re-significado en un sórdido presente. Algo en los frentes gastados, en las demoliciones a medio hundir, en la soledad de la calle, insinuaba la acechanza de la mórbida quietud.
Hasta que un tirón violento, desgarrador e inaudito sobrevino ciegamente, desde las entrañas mismas de la injusticia presente. Los dos bribones acometieron desde atrás, silenciosamente, llevándose consigo la cámara de fotos y huyendo ágilmente se perdieron a la vuelta de la esquina. Inútil fue perseguirlos alocadamente en un esfuerzo físico nacido desde la desgarradora sensación de que, con aquella cámara, se llevaban consigo las imágenes que atesoraban los bellos momentos transcurridos.
¡Devuélveme el rollo! ¡Devuélveme el rollo!
Nada. Oídos taponados por el hambre de días huían y se perdían entre las sinuosas calles que ascendían cerro arriba.
Pocos días después Valparaíso y muchas otras ciudades temblaron y se derrumbaron al ritmo siniestro de un terremoto implacable. Las imágenes que la televisión mostró al mundo fueron elocuentes. Entre las grietas abiertas, entre los escombros rendidos yaciendo como muertos de una guerra de un solo bando, todo era lo mismo, nada poseía ya la característica de la individualidad.
Sin embargo, en el fondo de las entrañas de la tierra, allí donde la masa incandescente –como el viejo carbón- ejercía dominio absoluto, un rollo de fotos fue sepultado para siempre. Imágenes que sólo quedarán en los corazones de quienes les dieron vida y que quizás sirvan para perpetuar desde las profundidades las dulces emociones que la ciudad de Valparaíso ha despertado entre sus viajeros.
Un puerto que se ha quebrado, dejando además a decenas de sus habitantes sumergidos. No pocas emociones siguieron sus pasos.
Hoy sólo una incertidumbre subsiste: nadie podrá aventurar el destino de aquellos dos que pegaron el tirón y huyeron a la vuelta de la esquina.

"Misión cumplida"

"La batalla final"

Nada podrá acosarme eternamente. ¿Cuál es el miedo, entonces?
Los sufrimientos sólo podrán seguirme hasta posar definitivamente en el lugar asignado. De seguro no podrán avanzar más que yo mismo. ¿O sí?
Es una lástima que perciba a los sufrimientos como siguiéndome. De esta forma, jamás les podré ver de frente.
Tal vez, viéndoles así podría conocerles, adivinar su intención, doblegarlos.
Peor aún es saber que sólo avanzarán la medida justa de mi propio recorrido. Mi huella les aliviará la tarea y la utilizarán para transitarla y aniquilarme.
Un día de éstos me daré vuelta y los pescaré. De esta manera podré desvaratarlos. ¿O permanecerán a mis espaldas? ¿Anclados sobre mi médula espinal, parasitarios, alimentándose de mi propia sangre?
Pero no irán más allá. No...
Y que no me provoquen, porque lograrán que me canse y decida terminar con mi vida. Así les daré lo que merecen! ¡Les dejaré sin motivo ni sustento! Porque, ¿de qué se alimentarían cuando mi sangre se hubiera secado y mi cuerpo no dibujado mayor derrotero?
Sí, mi venganza será esa: les quitaré perspectiva, el lápiz habrá agotado su mina y el papel su espacio.
Sin embargo, sólo una duda persistirá en el instante preciso. ¿Descansará mi ser en paz o los sufrimientos prolongarán su labor aún en mis días lóbregos?
Sé que la vida es una broma de muy mal gusto. Lo que no puedo discernir es si será una broma definitiva, un castigo eterno, un camino infinito.
Si tan sólo los sufrimientos giraran y se volvieran para enfrentarme, quizás sabría que se agotarán. Pero el verdugo nunca corta la soga delante de su víctima...
Sí. Un día de éstos los madrugaré y los enfrentaré.
¡Y veremos quién habrá ganado la batalla final!
Después de todo, sin mi virtud, mis sufrimientos no ostentarán razón de existencia.
¿O sí?

"Fruto prohibido"