sábado, 1 de diciembre de 2007

"Los blancos lienzos que brillan"

El viento echa a volar lienzos blancos, aparentemente a la deriva.
Atraviesan todo tipo de geografías, adquiriendo formas inéditas,
toda vez que el capricho del viento así lo procura.
Algunas veces son formas de olas de mar, otras, formas de densas nubes.
Atraviesan estrechos senderos, acompañan el curioso recorrido de arroyos, imitan el grácil vuelo de aves bailarinas, rozan el lomo de algún animal echado.
Sobrevuelan el ancho caudal de un río que zigzaguea hábilmente entre montañas.
El viento los propulsa y los maneja a la vez; procura sus formas y las moldea.
Los lienzos blancos suben y bajan, alcanzan alturas imposibles y llegan casi a estrellarse contra el suelo.
Su peso es invisible, poseen la característica de la levedad más absoluta.
Su cuerpo es aire en movimiento, aire que es transportado, empujado, soplado.
Su blancura es completa, en la medida de la incandescencia del sol, su blancura es interrumpida solo por los suaves pliegues que se suceden sin un orden aparente, en una envoltura que no termina de cerrarse, en un roce que permanece empecinado en el rozarse, en la repetición del camino de entrecruzamiento, una y otra y otra vez.
El viento juega al juego de los pliegues, al juego de los eternos pliegues que se pliegan.
El viento conoce lo que el ojo más sutil no accede: el vibrar de las fibras más pequeñas, el pasaje por entre los millares de orificios que se ensanchan para habilitar su paso.
El viento se apropia del estruendo que se produce con cada pliegue, aquellos impactos sonoros inaudibles para toscos oídos, pero no para el viento.
El viento es el único testigo del verdadero suceso de los lienzos blancos revoloteando.
Mientras, allá abajo, el río se confunde a sí mismo con su loco trajinar de piedras, vegetación y murmullo incesante.
Los lienzos blancos pasan y se contornean y dan vueltas y danzan y brillan.
El río corre de prisa, esquiva todo a su paso, busca incesantemente.
Ahora los lienzos blancos toman altura, deciden partir hacia arriba, más y más.
Los brillantes lienzos blancos remontan su propia habilidad para remontar y remontan, remontan y se alejan. Suben y se pierden.
El río ya no puede consigo mismo. Su misión es avanzar y avanzar. Llegar a destino.
Los brillantes lienzos blancos solo responden al viento.
Su misión es el roce en las alturas. El brillo incandescente. Darle cuerpo al viento.
El viento los posee y, al mismo tiempo, es esclavo cautivo de los blancos lienzos.
El viento los eleva hasta hacerlos perder del registro del río.
Es que el viento es tímido y no le gusta ser visto desde el río, a raíz del jugueteo de los blancos lienzos por el aire.
Y allí arriba, bien arriba, el viento juega libremente a revolotear con los blancos lienzos y también él da vueltas, se pliega y brilla. Juega y produce estruendos de gozo.
Quizás el viento esté contento por tener un cuerpo o quizás, allí arriba, no necesite un cuerpo para estar plenamente feliz.
Los blancos lienzos brillan. Ahora el viento decide no brillar.
Pero no importa.

2 comentarios:

Gracia dijo...

Me pareció una hermosa historia de amor y libertad. Dos que se buscan, se encuentran. Uno le da sentido a la existencia del otro, se hacen uno solo. Se sienten felices.

Meajer dijo...

Gracias por tu reflexión. Cuando el sentimiento llega, abarca hasta lo que no podemos conocer de nosotros mismos.