domingo, 1 de marzo de 2009

"Yugando el agua"

"Energía circular: sudor convertido en agua, convertida en sudor."
Fotografía tomada en Coronda, Santa Fe, Argentina.

"Paisaje real"

Las dos ramas principales del rosal abren un arco oval.
Un arco que envuelve un ámbito visual propicio para el despliegue del espectáculo. Una escena aparentemente inmóvil pero que posee una dinámica incesante.
Como cada detalle de la vida, preparo mis sentidos para captarla.
Por si éstos se retrasaran unos instantes en despertar, el cielo uniformemente gris ofrece un telón de fondo perfecto para que el relieve se apodere de las formas.
Si no fuera por la lluvia que se corporiza aquí y allá, todo este paisaje podría pertenecer al entorno de una pintura enmarcada. En verdad, aquél benteveo que se hace oír a algunos metros termina de descongelar la pintura y a todos los demás sentidos. De acuerdo. Debo admitir que, además, el aroma de la hierba fresca también es una invitación a vivir este paisaje como real. Viviente.
Que se entienda entonces que no estoy imaginándomelo. Este paisaje es definitivamente real. Al menos para mis sentidos, ahora totalmente encendidos, lo es sin duda.
Está claro que el sentimiento que estimula al corazón es irremplazable para comprender un fenómeno como realmente existente. Pero a la vez, ¿conocen algún sentimiento que pueda ser vivido desde fuera de un suceso real?
Conozco a la perfección el comentario habitual sobre la vivencia de un “hecho artístico”. Generalmente pródigo en palabras bien articuladas, transmitiendo la intensa emoción que proporciona al espectador. Una emoción generalmente aderezada en exceso por la mente aduladora de quien la expresa.
Pero amigos, esto que contemplo es un hecho artístico que está vivo aun por fuera del alcance de mis sentidos. Y por ello no deja de ser una obra de arte. Quizás por eso mismo se trate de una auténtica obra de arte.
Como sea, me había detenido en la descripción del arco oval que forman las dos ramas principales del rosal. También cité al cielo gris, a la lluvia que se corporiza aquí y allá, y al pájaro que se hace oír desde algunos metros de distancia. En adelante procuraré no detenerme en redundancias. Como sabrán, un hecho real está sujeto a dinamismo y, ya mismo por ejemplo, acaba de agregarse el viento que ha incorporado al espectáculo el vaivén del rosal y de todo lo que se encuentra detrás de él y que aún no he alcanzado a describir.
De modo que prosigo.
Detrás del arco oval que se ofrece de marco, comienza el desarrollo de la escena propiamente dicha. Al menos así lo pretendo. Después de todo, yo soy el observador y es a través de mí que ustedes acceden al espectáculo. ¿Hay aquí alguien más que perciba un tronco de algarrobo por detrás del arco oval del rosal?
Pues entonces yo indico que el espectáculo se inicia con un áspero tronco de algarrobo que ocupa el sector izquierdo del arco oval del rosal.
Me detendré aquí para explicar en qué consiste el movimiento de semejante tronco inmóvil. En primer lugar, posee gruesas vetas blanquecinas que arrecian contra el predominante color marrón oscuro. Pero no sólo eso; una prolífica bifurcación en varias ramas secundarias que se retuercen, generando nuevas y aun más caóticas bifurcaciones hasta acabar en unas vainas color amarillento, también de forma semi-circular. Y el indicio más contundente: el benteveo que se posa en una de las últimas ramas de la cadena ascendente.
Ahora me corresponde describir el sector derecho de la escena. Lo conforma una hilera de tres árboles de chañar, ubicadas de manera triangular. Aquí el movimiento lo sugiere su disposición en perspectiva, lo que proporciona una vivencia tridimensional.
Imagínenselo: la pesada presencia del tronco de algarrobo sobre el costado izquierdo se balancea con tres lejanos chañares dispuestos en perspectiva, a la derecha. A la izquierda, un “límite” contundente que sugiere una “fuga” hacia la derecha, como contraparte. La dureza y rugosidad del tronco y la suave y mullida alfombra verde (¿no la mencioné aún?) sobre la que se apoyan los pequeños y más distantes árboles.
Descripta ya la escena, no puedo olvidar el arco oval del rosal, este marco-escenario que permite el despliegue escénico. Y aquí no puedo despreciar el dato que aportan las espinas del rosal.
No es que desee estropear la candidez de este paisaje veraniego, sólo pretendo contextualizarlo debidamente en su completa expresión.
Enunciado este último detalle, puedo argumentar que la escena se transforma en un suceso mítico. Deslizarse hacia el portal negro-blanquecino y, desde allí, flotar a través de la hierba mojada y juguetear alternativamente entre los chañares, supone cumplimentar un requisito previo: considerar el filo de las espinas del rosal y atravesarlo.
Pero existe otra posibilidad: penetrar visualmente en la escena “desenfocando” el espinoso arco oval. En este caso no estaría vivenciando el hecho real ya que estaría acudiendo a un artilugio de mi mente para “facilitar” la cuestión. Después de todo, no hay hecho real que no se desarrolle en un escenario real.
Hasta aquí he realizado mi parte. Hasta aquí mi intermediación en este paisaje real, aportando una cuota de subjetividad que sin duda lo empaña.
Ahora deberán despojarlo de mi palabra y, a cambio, articular las suyas propias, en virtud de crear una nueva realidad, la vuestra.
Yo, mientras tanto, haré silencio y lo seguiré contemplando fiel a mi estilo: a través de esta ventana de vidrio.

"Paseo al pueblo"

"Linda tardecita... ¿caminamos un rato?"
Fotografía tomada en Córdoba, Argentina.

"De aguas y de sequías"

















































"Te ofrendé mi vida"

"La misión consiste en entregarse a las generaciones que vienen."
Fotografía tomada en Córdoba, Argentina.

"La experiencia superadora"

Cambiante como la humedad que va declinando con la altura, así el paisaje se iba alisando a medida que nuestros cuerpos -y toda la pesada carga- se elevaba por el sendero de la montaña. Era un sendero bien delimitado, con frecuentes marcas en los árboles que indicaban por dónde continuaba el camino.
La meta era la cima de la montaña. En realidad, no precisamente la cima ya que era muy escarpada y con escaso espacio para asentarse allí. Unos metros más abajo se extendía una planicie que nos ofrecería una perspectiva más confortable como premio por el esfuerzo de todo un día de ascenso.
Esta actividad física -la del ascenso de montañas- no tiene demasiados adeptos. Sinceramente, se trata de un compromiso físico importante, a la vez que los riesgos de golpes y lastimaduras son elevados, teniendo en cuenta que la mayoría de las veces consisten en terrenos rocosos y resbaladizos. Sumado a esto, la carga representa un esfuerzo importante, sobre todo por el traslado de varios litros de agua y de raciones de comida para todo el tiempo que dure la travesía. Definitivamente acomodados a las facilidades de los medios urbanos, este tipo de desafíos no son fáciles de asumir a menos que se encuentre en ellos alguna motivación personal.
En nuestro caso, no se trataba de una burda alimentación de nuestras vanidades ni un propósito de recreación alternativo. Esta ascención tenía la finalidad de comprobar una cierta teoría consistente en que, aislados de los estímulos de la sociedad e imbuídos del silencio inmanente en las alturas, se desplegaría en cada uno de nosotros una revelación espiritual reservada y desconocida hasta el presente.
No se trataba -al menos, no en nuestro caso- de una prueba de ascetismo o de contrición de nuestra fisiología. Antes de la ascención nos aseguramos una razonable carga de alimentos y líquido como para que la experiencia no consistiera en desplazar al cuerpo en virtud de la aparición del espíritu. Estábamos convencidos de que éramos entidades completas y creadas de manera eficiente, de tal modo que todo lo que poseemos -nuestra materia y nuestra espiritualidad- guardan un extricto criterio de asociación virtuosa y que, en todo caso, el desafío consiste en descubrir la manera de armonizar ambos aspectos, sin que uno desplace al otro.
La teoría de que la altura propicia la inminencia del espíritu la habíamos escuchado de ciertas culturas orientales y -paradójicamente o no- eran compartidas en sus generalidades por algunas experiencias relatadas por antiguos sabios chamanes de la cordillera de los Andes. Con diferencias de estilo, ambas teorías proponían un aislacionismo extremo para dejar aflorar nuevas sensaciones desde el interior de cada uno. Sensaciones o vivencias en franca conexión con lo Divino.
Efectivamente, el primer relato conocido acerca de esta irrupción de lo Divino se encuentra en la Biblia, en el así llamado "Antiguo Testamento" -la Torá, para los judíos-. Allí, en el Libro de Exodo 34:30 dice: "Aharón y todos los Hijos de Israel vieron a Moisés y he aquí que la piel de su rostro resplandecía..." Se trata del descenso de Moisés luego de recibir las Tablas de la Ley departe de Di-s.
Como fuera, nosotros estábamos lejos de pretender llegar a las alturas espirituales de Moisés y, en todo caso, no éramos más que tres amigos con ciertas ansias de trascender las limitaciones de la cultura en la que nos desarrollamos.
Por tanto, no imaginamos en ningún momento transformaciones sustanciales en nuestras personalidades ni cambios drásticos en nuestras percepciones de la realidad. Eso no restó seriedad y compromiso al proyecto común y así lo emprendimos.
Evitaré aquí remitirme a las alternativas de la ascención propiamente dicha. En todo caso, no escapó a las experiencias de ascención que cualquiera ha vivido, de haber pretendido hacerlo.
Luego de un esfuerzo físico considerable de 8 horas, alcanzamos la planicie que constituía nuestra meta. Las luces del día habían comenzado a declinar y todo indicaba que, a pesar del cansancio, debíamos acelerar el proceso de asentamiento y preparación del terreno para acampar.
Evidentemente extenuados, pero muy estimulados por haber alcanzado el objetivo y, sobre todo, porque habiéndolo hecho comenzaría a desarrollarse nuestro núcleo de interés, nos dedicamos a alisar el terreno, desplazando piedras y arbustos, logrando una uniformidad razonable para apoyar allí el piso de nuestra carpa.
Luego de la carpa fue el turno del aprovisionamiento de algunas ramas secas, con el objetivo fundamental de generar una fuente de calor para las horas de la noche en las que permaneceríamos despiertos. Claro está, a esta altura -alrededor de 2.800 metros- la escasez de madera es evidente y nos conformamos con cualquier rama que tuviera el aspecto de poder consumirse con el fuego.
Ya entrada la noche, iluminados en forma tenue con las agonizantes brasas de nuestra fogata, la profusión de estrellas se alzaba con el protagonismo de un espectáculo único, inconmensurable. Sumado a ello, el silencio imperante -interrumpido sólo por el esporádico crepitar de la madera- inundaban nuestros aún azorados sentidos.
La entrega física había sido total en aquel día y se hacía sentir en el peso cada vez más insostenible de nuestros párpados. Con tal cansancio corporal y habiéndonos dejado invadir por aquella inmensidad insonora, nos dirigimos a la carpa para calmar la agitación de nuestros vencidos cuerpos.
Si aquella noche cada una de las estrellas divisables desde la montaña hubiera adquirido tonalidad musical, constituyéndose entre todas en la más extendida orquesta sinfónica al mando de su único Creador, no lo habríamos advertido. Quizás por esa misma razón es que al día siguiente, cuando las primeras estridencias del sol se habrían paso entre el paisaje escarpado, me desperté y al cabo de algunos instantes -los esenciales para corroborar que realmente me encontraba en las alturas de la montaña y no ante un sueño de haberlas alcanzado- tuve la sensación de haber sido testigo inconsciente de una manifestación armónica de todo cuanto nos rodeaba, incluyendo los astros celestes, que no por lejanos habían permanecido ausentes de nuestro entorno cercano la noche anterior.
Mis compañeros de viaje aún buscaban en el sueño la merecida reparación, por lo que traté de ser muy celoso de mis movimientos para alcanzar la salida de la carpa.
En aquél lugar, donde la presencia del silencio es tan atronadora, es prácticamente una insurgencia arrebatar la quietud con cualquier golpe o roce provocado por los utensilios o el mismo cuerpo. No sentí el derecho de hacerlo en respeto por aquél resguardado ámbito, pero tampoco en virtud del descanso de mis compañeros.
De tal forma que permanecí inmóvil, sentado a unos metros de la carpa, dejándome invadir por la belleza y la quietud del recién amanecido paisaje.
Aquella majestuosidad inmóvil despertó en mí una sensación de extrema pequeñez, a la vez que se desplegaba en mi conciencia la presencia de una gran virtud: mi capacidad por contemplar aquella inmensidad y fundirme con ella en un sólo acto creativo. Yo no era un espectador ajeno a ese paisaje sino que constituía un elemento único e irreemplazable del todo, tan valioso como los picos nevados que salpicaban aquí y allá a un desprevenido cielo.
No sé cuánto tiempo transcurrió desde ese momento revelador; desde aquél rectángulo de tiempo envainado en el que sentí que mi silente permanencia era tan requerida como la tozuda presencia de aquellos colosos. Lo cierto es que perdí la conciencia de mi pertenencia a un grupo de personas para aparcar todo mi ser justo en el lugar que había elegido para sentarme.
Ahora, inesperadamente, la experiencia grupal se ha desvanecido para mí. Aprecio todo mi ser como desde afuera. Como si yo ya no fuera sólo yo y para poder verme individualizado tuviera que salirme de mí mismo y ejercer un sobrevuelo a mi alrededor. Y allí estoy, inmóvil, alojado en esa escasa porción de tierra, asimilado a un paisaje todo-abarcante.
Quizás ya no sienta derecho de moverme de allí, ¿cómo poder desentenderme de un lugar exclusivo e indispensable para el todo? ¿O es que, alternativamente, he asumido el abandono a una pertenencia antigua para re-edificarme sobre otro sitio del cosmos? En definitiva nada ni nadie puede escapar de este entorno cercado que es la creación física.
O quizás sea sólo esto último: la desesperación por advertir este cerco asfixiante ha encontrado sosiego en la inmovilidad trascendente dentro de un paisaje inalcanzable.
Como fuera, atrás quedaron para siempre mis compañeros de viaje y aquel descenso hacia la gran ciudad planificado para cuando hubiéramos atravesado la experiencia de la superación espiritual.
Aquí estaré, sin embargo, ya que esta geografía ha decidido incorporarme definitivamente.
¿Cómo resistirme a tal invitación?

"Hogar, dulce hogar"

"Sencillo y seguro. Cálido."
Fotografía tomada en Córdoba, Argentina.