lunes, 1 de junio de 2009

"Multifacético"

Visto de izquierda a derecha puede interpretarse algo diferente que viéndolo en sentido contrario. En todo caso es una multiplicidad de caras exteriorizando a un mismo ser.

"Líquido letal"

Todo el mundo conoce la historia de Jerónimo Reyes, el gángster argentino. Todos recordarán de qué manera fue apresado y cuán misteriosa fue su desaparición de la cárcel donde cumplía su condena.
Sin embargo, contadas personas sabrán qué fue de su vida en los años posteriores y de qué manera culminó su periplo por este mundo.
Y un ínfimo número se preocupará por enterarse. Hacia ese minúsculo reducto de curiosos se dirige mi relato.
Como recordarán, Jerónimo Reyes venía zafando de las garras de la ley casi mágicamente. Las últimas "escapadas" que pudo urdir de las pisadas de la inteligencia policial incrementaban progresivamente su agitación, dando cuenta de que su agotado corazón requería cada vez más de la asistencia de sus pulmones.
Hacía rato que Reyes había perdido a sus antiguos amigos de trapisondas y, contrariamente, se iba nutriendo de un frondoso linaje de ávidos candidatos a sostener con una sola mano su cabeza vencida.
La ruta del alcohol no se iniciaba en Nueva York para detenerse cobardemente a las puertas de su guarida. Todo cargamento del más -y no tan- fino whisky dirigido hacia Buenos Aires, debía quedar impregnado de sus huellas digitales y del brillo de su mirada complaciente.
Pero, por fortuna de quienes ostentaban la codicia de arrebatarle su posición, el gángster argentino había dado el primer paso hacia la concreción de un garrafal error, el último de su audaz trayectoria: quedar atrapado por el aroma y el gusto del arrollador fluído.
Su último aliado, Cándido Floreal, alias "el Puestero", le frenaba una y otra vez el trago a medio quemar la garganta, no sin conseguir un respingo de Reyes, tanto más violento cuanto más su sangre se iba envenenando.
- ¡Ni te vuelvas a atrever! -le dijo la última vez que se vieron-.
- Ya no habrá próxima vez... ¡un trago más que se filtre por tus vísceras y serás hombre muerto, Reyes!
- La muerte ya no me acecha. La muerte tiende sus garfios sobre los que se aferran a esta vida apestosa. No a mí, Puestero. Podés abrirte si te hace fruncir.
- Ya no te puedo bancar, Reyes. Estamos en ésta desde el comienzo, pero presiento que el final ya ha ocurrido -pronunció ceremoniosamente-.
El estruendo de la botella desintegrándose contra la puerta de la habitación, fue el acorde final que Reyes interpretó para dar fin a una sinfonía que duró décadas. En su fuero íntimo, él quería apartarlo al Puestero de sus próximos pasos. Sabía casi con certeza que sus días no acabarían bien. Aun sin admitirlo, así parecía desearlo.
Encerrado en esa hedionda habitación donde había quedado confinado luego de su fuga de la cárcel, Reyes no hacía más que invocar el rostro de su única hija, la angelical María Eva. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde aquella tarde en la que tuvo que confiarla a una familia de Pergamino?
El recuerdo por el vínculo quebrantado con su hija lo dirigía inexorablemente hacia la única mujer que arrebató su corazón, durante un descuido de su austera vida. Desaparecida ésta entre los surcos del empedrado donde la encontró aquella noche de rendición ante la soledad, María Eva fue para Reyes su único refugio afectivo y la destinataria privilegiada de sus desvelos.
Quizás por esa misma razón habría de entregarla a tan corta edad al cuidado de una doméstica familia rural. En definitiva, un gángster sólo tiene derecho al calor del disparo de su revólver.
Sin embargo, con el correr de los años, la cárcel primero y el sangrar del alcohol más tarde, terminaron por debilitar su persistencia y comprobó que ya nada en su existencia merecía el esfuerzo.
Pero un áspero mercader de bebida dura no sucumbiría escuálidamente ante la proximidad de la nube negra. Jerónimo Reyes, el gángster argentino, merecía una muerte memorable, un hito que soldase a fuerza de estaño y memoria el círculo de hierro en el que se coronace el recuerdo de su presencia terrena.
Y fue así que urdió un plan macabro para su propia historia. Una confirmación de que sus fuerzas todo lo podían fundir y atravesar, incluso el portal de entrada hacia la vida eterna.
Entonces, envió un telegrama a la policía dando a conocer su paradero. Esparció como esquirlas la noticia de su "aparición" ante los medios de comunicación. Y se sentó a la mesa, aguardando el arribo de la turba.
Colocó el vaso sobre la mesa y lo llenó a tope. Su mirada se incrustó en el vaso y su contenido, como pretendiendo fundirse con él, asimilarse a su química y facilitar así el trance hacia la infinitud.
Oyó acercarse el rugir de motores y el torpe choque de botines ajetreados. Oyó acercarse las sirenas y vió a través de la ventana la luz azul que acompañaba el ulular.
"¡Jerónimo Reyes: abra la puerta. Está cercado, no intente escapar!" -se escuchó desde afuera, como un llamado unívoco que daba comienzo a la escena final-.
"¡Pueden pasar, ésta ya no es mi guarida!" -farfulló hipnotizado por la bebida-.
La puerta cedió ante la suela de la bota policial y dejó penetrar una descarga de cientos de kilowatios de luz que quemaron cada poro del rostro del desdichado.
Fue entonces que, ante decenas de pares de ojos y similar número de lentes de cámaras, Jerónimo Reyes inoculó en su boca la bebida que, macabramente, lo despojó de su último hálito de vida.
Ante la mirada atónita del morbo periodístico, la leyenda "Leche pasteurizada" cínicamente se dejó leer desde el envase que estaba sobre la mesa.
El cuerpo de Reyes yacía inmóvil con el rostro blanco, saturado ya, del líquido letal.

"Se colgó la computadora"

Al parecer, el hombre llevaba un buen rato realizando alguna tarea en su computadora y no tomó la precaución de guardar periódicamente su trabajo. De pronto, la máquina dejó de responder a sus órdenes y él comprendió que había perdido todo lo realizado hasta el momento.
De ahí la desesperación en su rostro, principalmente reflejada en sus ojos, medio con el cual se comunicaba con la irreverente máquina.

"El viento"

Salía del edificio donde trabajo y encontré a un muchacho -más o menos de 20 años- refugiándose del viento para encender un cortísimo "porro". Cuando me vio salir intentó disimular y rezongó: "¡Este viento!". Yo le respondí que también el viento se encarga de transportar las semillas de los árboles para ayudarlas a instalarse en otros sitios y así llenar de verde la ciudad. El muchacho me echó una mirada extrañada y me dijo "sí, el viento hace de todo". Y me fui sin más comentario. No quise prolongar por más tiempo una conversación no deseada por él, y menos que me mirara pensando que soy uno de esos que toman cautivo a la primera víctima que encuentran para exteriorizar todo un pergamino de incongruencias. Pero me quedé pensando en el viento. Pensé en el viento y su función disipadora. El viento que sopla, rehuyendo a nuestra voluntad; el viento que echamos a andar cuando corremos, cuando andamos en bicicleta, cuando encendemos un ventilador... Una masa de aire que no puede menos que circular, atravesando hasta la minúscula grieta que se le interpone. Llevando consigo millones de partículas existentes pero invisibles, molestas o necesarias, grandes o pequeñas. Pensé en las palabras que se "echan al viento" en clara metáfora de su expansión hacia el espacio infinito y su traslado inacabable por cualquier rincón del universo. Como cuando se expresa que "alguien está ventilando" algún asunto. Ventilar, en el doble sentido de echar a circular al aire y el de llevar aire fresco a esas palabras que se desempolvan, otorgándoles un renovado vigor y permanencia. Pensé en la hoja que se desprende de un arbol, chamuscada por el mismo viento que la hará rodar y rodar hasta depositarla sobre un surco de agua que bordea la calle, convirtiéndola en un improvisado barquito de papel, que naufragará en la próxima alcantarilla. Imaginé la cara del viento, como en aquellos dibujos de los manuales de la escuela primaria, con sus cachetes bien inflados y su boca semi-cerrada soplando con la mayor intensidad que el trazo y la imaginación del dibujante permitían. El viento, que se corporiza sobre un lago manso de algún paisaje montañoso, erizando la superficie y convirtiéndola en inquietas olas que comienzan a chocar contra las rocas de la playa. El viento invisible, pero que permite elevar a una mole de acero a través del juego aerodinámico de sus alas, que imitan al ave diestra que sobrevuela todas las realidades. O que le permitió a Fernão de Magalhães atravesar América entre los dos océanos. Ese viento que acaricia nuestro rostro y nos invade de frescura cuando, apostados en una playa veraniega, el sol justifica en exceso su existencia. El viento de cola, que llega una ínfima porción de tiempo después de una cachetada que ha impactado de lleno en una mejilla. Es el viento que, como sombra fiel, persigue a los millones de seres que damos cuenta de la vida a través del movimiento. Es el viento, testigo silencioso a veces y coral muchas otras, que nos recuerda a cada instante que el destino de nuestro movimiento bien vale una meditación previa, una mirada sobre nuestra vida, para tornarla más armónica con el espacio que nos rodea. Un espacio que inevitablemente se alterará con nuestro paso. Y con el paso del viento, que nos seguirá de cerca.

"3/4 de perfil"

¿Cuántas veces nos hemos enfrentado a la necesidad de presentar "dos fotos 3/4 de perfil"? Pudo ser ante la inscripción para la temporada de pileta en el club del barrio o, incluso, para poder acceder al registro de conductor.
Lo cierto es que nos hemos visto arrinconados contra un pretendido fondo celeste, que consistía en un pedazo de tela apenas más ancho que el ancho de nuestro rostro y allí se nos pidió que quedáramos congelados, mirando fíjamente hacia la cámara.
En esta ocasión, el personaje en cuestión presenta su rostro en "3/4 de perfil", prescindiendo del cuarto delantero, quizás por ser el menos tenido en cuenta al momento de sacar esas pintorescas fotografías.

"Réplica"

Cuando aquí ya no esté,
simplemente no estaré.
No intentes aplacar tu angustia
sugiriéndote otros mundos.
Porque apenas te des vuelta
ya no me verás.
De mi existencia
sólo podrás especular.
¿Y el Jardín del Edén?
Sí, probablemente.
Pero nuestros cuerpos
no lo podrán transitar.
Quizás nuestras almas,
no lo sé. No lo sabes.
¿Por qué construir la vida
posterior a la vida,
en lugar de la vida
durante la vida?
Ya no tengo tiempo,
¿no te das cuenta?
El Amo conoce la fecha,
pero yo no. Tú tampoco.
Mucho he leído,
de mucho me he privado.
Aún estoy aquí, preguntándome.
¿Será el río que riega el Edén
como el arrullo del agua que cae
?
No tendré oídos para escucharlo.

Todos se han ido,
nos han abandonado.
Mi cabeza es blanca tiza,
mis ojos ya no miran la frescura.
Es tarde. Estaré yéndome...
Permíteme echar un vistazo antes,
un efímero recodo de vida
antes de la recta final.
No podré decirte adónde iré,
no podrás allí llegar.

"Chateando"

En esta nueva forma de comunicación, el "chateo", provoca un excesivo vuelo de imaginación en quien lo practica, conduciéndolo hacia la creación psíquica de situaciones que poco tuvieran que ver con la posibilidad real de que sucedan.
El personaje se obnubila, su rostro se afiebra y sus ojos aparecen extrañamente iluminados por esa vivencia interior.