domingo, 1 de junio de 2008

"Los últimos interrogantes"

"¿Qué tengo que ver yo con un ladrón?" preguntó aquel señor mientras conducía prolijamente su vehículo 4 x 4, atendiendo escrupulosamente a cada indicación de las señales de tránsito. "¿Por qué tengo que vérmelas con la mar de gente impiadosa, que expulsa su violencia con la beligerancia de un volcán que despierta de su letargo?" El señor asomó tímidamente su rostro al espejo retrovisor, con el afán de distinguirse diáfano, sedoso, perfumado. Necesitó hacerlo justo en ese momento en el que la imagen del volcán irrumpía en sus entrañas, pretendiendo comenzar a quemar sus propios cimientos. Para su fortuna, su rostro rozagante le devolvió la tranquilidad casi perdida, lo que lo llevó a seguir con el hilo de sus interrogantes. "¿Qué inexticable energía habrá provocado que me encuentre yo transitando en este costado del mundo; justamente yo, que tanto valoro los modales, el respeto y el buen gusto?" Ni bien formulada esta última pregunta, el semáforo cambió al rojo y la detención le fue inevitable. Justo en aquella esquina, donde agresivos muchachones conminaban a la limpieza del parabrisas a cambio de una moneda, caso contrario, la represalia no representaría menos que un improperio, pero más seguramente un golpe al parabrisas o a la ventanilla, y hasta un puntapié a alguna de las puertas del vehículo. Fiel a sus principios, estiró su mano hacia el muchachón, que cambió su mirada amenazante por una sonrisa tensamente dibujada en su curtido rostro. Liberado ya de aquel trastorno, pudo corroborar el mal trabajo de limpieza en las líneas de líquido negro que transitaban ya su curso hacia el asfalto, atravesando capot y guardabarros. Una vez más se sintió presa de cautiverio, contemplando la desgracia de una realidad que lo envolvía tenazmente. A su vez, la imagen del muchachón se empequeñecía en el espejo retrovisor, señal de la libertad paulatinamente recuperada hasta una próxima ocasión. Y otra vez la pregunta, ahora con mayor énfasis, enaltecida por la experiencia reciente: "¿Por qué mis ojos deben contemplar lo que no desean?" Acababa de terminar su pregunta y una niña de alrededor de siete años se atravesó inesperadamente por delante de su 4 x 4, dejándole nulo margen de maniobra, por lo que la niña cayó a un costado luego de ser golpeada por la porción delantera del vehículo. En el instante posterior al golpe, ese momento que difícilmente pudiera ser medido, por lo efímero pero también por lo complejo, se planteó dos opciones: acelerar a fondo y perderse entre la maraña del tránsito, o frenar e intentar socorrer a la niña. Exactamente en ese orden las llevó a cabo: acelerando primero e interrumpiendo violentamente la marcha por último. ¿De qué serviría escapar? Seguramente decenas de personas habrían memorizado el código de la patente del vehículo. Por otro lado, su hombría de bien y su sentido de la solidaridad humana no quedarían bien ajustadas luego de semejante actitud. Por último, lo único que le faltaba era afrontar una acción penal por una niña que se atravesó imprudentemente por la acera. Una niña que -como ya había comprobado- aguardaba junto a su madre el cambio de luz del semáforo para lanzarse al pedido de limosnas... Por todo esto, se afirmó en su rol de hombre íntegro y misericordioso y se dirigió con premura hacia la niña. Había sufrido un duro golpe, pero afortunadamente no estaba inconsciente ni parecía gravemente herida. Se inclinó hacia ella y levantó su cabecita, acomodándola en su brazo. Luego de escasos segundos el hombre y la niña se vieron envueltos entre una multitud que curioseaba y opinaba sobre lo ocurrido, sobre lo mejor para la niña y sobre "lo mal que está todo". Entre ellos, la madre lloraba inconsolablemente y pedía auxilio para su hija. Difícilmente podría imaginarse alguien que aquel hombre pudiera abstraerse y pasar a vivienciar una realidad desprendida de ese caos. Pero esa imagen de un hombre inclinado sobre el asfalto, sosteniendo en su brazo a la niña recién atropellada, lo trasportó hasta su propia niñez cuando una tarde, con el afán de buscar la pelota de fútbol, cruzó rápidamente la calle, siendo atropellado por una camioneta. Recordó los segundos posteriores, la pérdida de la consciencia, los gritos, la sangre que corría por sus mejillas y aquel hombre, el hombre de la camioneta, que lo sostenía entre sus brazos. Pero un recuerdo logró estremecerlo en ese particular momento: la mirada llorosa del hombre, visiblemente conmovido por la situación, y la sensación que despertó en él haberse sentido cobijado entre sus brazos. Una certeza en el medio de la incertidumbre, una curación completa para las heridas que aún no llegaba a detectar en su pequeño cuerpo. Un sosiego que sólo se adquiere sabiéndose entre manos protectoras. Volvió a la realidad, a la otra realidad mucho más acuciante de ese momento y comprobó que la niña fijaba la mirada anhelante en sus ojos. Una leve sonrisa se delineó en su boca, a lo que la niña respondió cerrando confiadamente sus ojos. En ese instante revivió aquel sosiego de niño. Pero mucho más revelador de trascendencia fue alcanzar a percibir un atisbo de respuesta para el núcleo de sus interrogantes.

3 comentarios:

leo dijo...

muy bueno!
que quiere decir "inextricable"?

Florencia Pérez dijo...

Muy bueno el cuento, me voy pensando en las apariencias, en las realidades inmediatas y en lo que indefectiblemente somos, tenemos.

Meajer dijo...

Inextricable, según el pequeño Larousse es: "difícil de desenredar por lo intrincado y confuso".
Es una palabra que, llamativamente, Borges utilizó mucho en su literatura. Seguramente, en la mayoría de los casos, se refería a Argentina.