martes, 1 de julio de 2008

"La vida y la muerte"

Nunca me interesé por presenciar disputas deportivas.
Supongo que será un desinterés derivado de mis escasas vivencias durante la infancia.
En aquellos tiempos, entrar o no al estadio de fútbol dependía de la habilidad de mi abuelo para "colarme" entre la vigilancia. Él era socio vitalicio y yo un niño pequeño aún, para quien no valía la pena erogar el costo de una ubicación. Consecuentemente, vivía ese momento de manera tensa, puesto que la perspectiva no se centraba en el evento en sí, sino en la posibilidad cierta o esquiva de poder entrar a la cancha.
También por ello -siempre dentro del terreno de las suposiciones- entiendo que haya preferido apartarme del deseo de concurrir, para dar paso a otro tipo de pretensiones menos angustiantes.
Por suerte, la televisación cada vez más sofisticada y los sucesos de violencia que se generan en este tipo de encuentros (¿desencuentros?), me han facilitado la tarea de la elección y así he podido presenciar los partidos sin tener que vérmelas con visicitudes desagradables.

Hace algún tiempo, unos pocos años, una persona proveniente de mi ámbito laboral me invitó a concurrir a una carrera de autos. La invitación tenía un agregado que la hacía cautivante, porque me permitirían ingresar a la zona de los boxes y, en ese lugar, tendría la posibilidad de participar de esa vibrante actividad bien de cerca. Acepté.
Una vez atravesados los primeros momentos de curiosidad, sentí que ya no tendría nada más que hacer allí, excepto esperar la largada de la carrera y su desarrollo. Sentí que no podía dejarme involucrar por el frenesí que se vivía allí, tanto de parte de los mecánicos, como de los pilotos y todo el entorno de la prensa, los anunciantes y demás curiosos que aquí y allá merodeaban por las máquinas, admirando el diseño, la potencia, el esordecedor ruido de los motores puestos a rugir. De alguna manera, estaba allí, pero no me involucraba con el contexto.
Por fin, todo se alistó para la largada. Los motores aumentaron en revoluciones y los escapes escupían cada vez con mayor virulencia sus gases, más y más densos y humeantes.
El semáforo de largada cambió del rojo al amarillo y seguidamente al verde. En ese momento el estallido consumió la atención de todos los sentidos, cayendo éstos, abatidos, ante la potencia abrazadora del ruido infernal, la nube de humo, el calor y el olor al aceite quemado.
A poco de transitar los primeros doscientos metros, la pista ofrecía el primer obstáculo: una curva cerrada y angosta por la que debería desfilar el grueso de los autos, apiñados unos con otros, en el afán de conseguir un lugar en la avanzada.
Fue en ese momento en el que tuve una sensación difícil de expresar en palabras precisas. Sentí que la muerte se hacía presente en el sórdido tronar de la locura de motores enardecidos. La muerte se instalaba en las alturas, en un lugar de privilegio y, con un dedo amenazador, escudriñaba sobre quién enviaría su espada fatal. Su presencia, obviamente invisible, no se ocultaba de mi percepción supra-sensorial y provocaba una agitación y una angustia únicas.
Pasada la hilera de autos, el sonido se fue aplacando, el humo disipando y, al parecer, la muerte perdió interés por la partida, y se retiró. Quizás, a la espera de una circunstancia más propicia...

Esta experiencia tan particular volvió a mí en el día de ayer, cuando concurrí a un partido de fútbol, luego de décadas. De aquella década de mi niñez.
La presión sobre los jugadores, los cántidos que insultaban y amedrentaban al contrincante y sus simpatizantes, los silbidos y la escasa proclividad a la tolerancia con los errores de los propios, las bombas de estruendo, semejantes a una explosión en un atentado urbano, la ausencia de respeto a la hora de proferir todo tipo de insultos ante la presencia de mujeres y niños, en fin, la escasa visibilidad de la santidad que el ser humano inviste con su carne y huesos, volvieron a hacerme revivir aquella experiencia en el autódromo.
Decidí salir unos minutos antes de que finalice el partido. Una vez afuera del estadio, contemplé las luces, el humo, el delirio que allí dentro reinaba. Me pareció estar frente a un enorme recipiente con líquido en ebullición. Una masa líquida y gaseosa que rebalsaba la medida de lo contenible en este mundo. Me alejé.

Pienso: evidentemente mucha gente encuentra la vida misma en ese tipo de eventos; encuentra estimulante la pertenencia a un color, el agravio al color adversario; encuentra vivificante la energía puesta a correr de manera violenta e inarmónica.
Eso: encuentra armonía en lo inarmónico.
Ubicado allí, yo encuentro la presencia de la muerte. La muerte en tanto lejanía absoluta con la santidad de la vida, con la presencia de Dios.
Y me pregunto: ¿es acaso posible imaginar un espacio alejado de la presencia de Dios?

2 comentarios:

Florencia Pérez dijo...

Algunos creen que eso es el infierno. El lugar alejado.
¿Y cuál es el cielo? ¿Dónde está el cielo para vos meajer?

Meajer dijo...

Flor: el cielo está allí, cuando levanto la vista y detecto un azul intenso, tan intenso como irreal.
A veces siento que el cielo está en la tierra y a veces lo siento inalcanzable.
El cielo es algo así como el color que mi interior produce cada día.