miércoles, 1 de octubre de 2008

"Aquel viejo tango"

Cuando era pequeño, mi abuelo solía decirme con tono de enojo: "Piazzolla destruyó al tango". Yo, que por entonces no sabía de quién me estaba hablando, imaginaba al gran compositor e intérprete argentino Astor Piazzolla como un demonio con una cola tan larga como venenosa. Mi abuelo argumentaba que el tango clásico, aquel de los grandes títulos como "La cumparsita", "Sur", "Malena" y tantos otros, eran el "verdadero tango" y que lo que hacía Piazzolla "no era tango". Mi abuelo era de la generación de cantantes como Julio Sosa, Edmundo Rivero, Tita Merello. A decir verdad, esos y muchos otros, eran intérpretes que ponían el alma para la expresión del sentimiento que las penosas letras tangueras transmitían. Indudablemente, esas letras no habrían calado tran profundo si no hubieran sido "sufridas" -literalmente- por aquellos cantantes. Pero, como todo en este mundo apresurado, también el tango fue cambiando vertiginosamente. Hoy ya no puedo decirle a mi abuelo que Piazzolla es un clásico y que su música es interpretada en todo el mundo incluso por orquestas de música clásica, que sus composiciones son estudiadas en universidades de todas las latitudes y que interpreta cabalmente el espíritu de Buenos Aires, ciudad que "huele" a tango. Y a tango de Piazzolla. Tampoco podría decirle que las nuevas expresiones del tango de vanguardia han incorporado ritmos de otros géneros, incluyendo las marchitas de música electrónica, apostando por forzar a que todo pueda conjugarse con una -cada vez más lavada- queja de bandoneón. A veces se me ocurre pensar que las personas que se marchan de este mundo, lo hacen porque indudablemente no están en condiciones de adaptarse a los cambios que se van produciendo. Mientras tanto, consecuentemente, los que permanecemos vivos debemos dar fe de nuestra condición al respecto. Confieso que a veces me cuesta. Lo digo por lo siguiente: Con la proliferación de aparatería electrónica tal como los teléfonos "inteligentes", el escuchar música ha pasado a ser un acto de consumo más. Quien así no lo considere, que compruebe la cantidad de gente que "se enchufa" con sus audífonos en medio del ruido ensordecedor de las calles de la ciudad, o de un apabullante medio de transporte. Como si los seres humanos no tuvieran ya más qué decirse. De tal forma que la escucha no es la contemplación de una obra artística (después de todo, la música es un arte) sino la fórmula para alejarme, para alienarme del medio en que me encuentro. Un medio hostil que invita a la evasión, al aislacionismo. Con los medios electrónicos a nuestra disposición es casi un deber permanecer enchufado a la música. Es casi una imposición elegir escuchar música. El precio de los aparatos, la facilidad para "descargar" música por internet y la presión social, son condiciones muy difíciles de eludir a la hora de sentirse libre de elegir escuchar o no escuchar música en un medio público. O de obligar a escuchar a los demás. Esto indudablemente redunda en una cada vez más degradada producción musical por parte de los compositores, llamados más a cubrir-las-crecientes-demandas-de-un- mercado-en-expansión que a producir una obra de arte. Tentados a editar más y más álbumes para no desaparecer entre la maraña de nuevas ofertas, más que a cuidar un estilo o poner el corazón en una interpretación. "Hay que escuchar música, sea como sea y caiga quien caiga", parece ser el llamado (¿desde las compañías discográficas?) ineludible por estos días. Días en los que no encontraría palabras para explicarle a mi abuelo qué pasó con aquel disfrute íntimo, de la melodía cuidadosamente expresada en un viejo tango. O, más atrevido de mi parte, de una composición del Maestro Astor Piazzolla. Valga mi esfuerzo por tratar de adaptarme a esta nueva situación. ¡Y que Di-s me dé largos años de vida!

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