miércoles, 1 de octubre de 2008

"El ejército de los elegidos"

Aquella noche el César emprendió el camino de costumbre.
Apenas unos quinientos metros separaban su casa del lugar de su nuevo trabajo.
Hacía un mes que había encontrado una oportunidad laboral en lo del paisano Antúnez, un viejo poblador de la chacra lindante con la gran laguna.
Hacía rato que el viejo ya no daba abasto con la fajina y, pese a su prepotencia, el cuerpo le había dado el último aviso. Vencido por la edad, pero también por los años de la ruda labor del campo y los excesos con la bebida, Don Antúnez debió resignar algunas labores camperas y decidió ofrecérselas a algún cuerpo un poco más joven, con un resto de vitalidad que a él ya se le escatimaba.

Por entonces, el César Albarellos, hijo del mejor jinete que conociera la paisanada del norte de Córdoba, andaba buscando alguna changa con la que complementar su magra paga.
El César se había criado en la chacra de su padre y desde chico había incorporado las actividades del campo. Rasgar los yuyos con la azada, machetear las enmarañadas ramas de los árboles y arbustos, dar de comer a las gallinas, regar a manguerazos la huerta.
A
hora, recién cumplidos los dieciocho años, el César tuvo que buscarse alguna otra changa, ya que la chacra de su padre no daba para abastecer a todos los buches que de ella dependían.
Desde chico, al César le gustaba ir hasta la laguna después de clases para divertirse tirando piedras sobre las mansas aguas, explorar el fondo de la laguna y, en fin, tirarse en la orilla para contemplar el reflejo del paisaje sobre el espejo acuático.
Don Antúnez le ofreció que se haga cargo del cultivo de las truchas en la laguna, cosa que aceptó de inmediato, a pesar de su nula experiencia en el tema. Después de todo, aprender sería como un juego para él y le permitiría disfrutar de aquel paisaje como en sus épocas de pequeño.
Pero Don Antúnez necesitaba de la ayuda del César por las noches, dado que es en ese momento cuando los peces suelen estar más tranquilos debido a la escasez de luz y la quietud. Momento propicio para el manejo de los cardúmenes y sus necesidades.
De modo que el César debería desempeñar esa tarea por las noches, luego de la cena y hasta alcanzar la madrugada.
En esa noche de luna nueva el César cerró la tranquera y emprendió su camino iluminado tan sólo por la luz de las estrellas.
Más pronto que lo que él hubiese esperado sintió que sus pasos se hacían más pesados y advirtió la humedad creciente de la tierra. De memoria siguió su camino en dirección a la laguna y a medida que avanzaba la humedad se transformó en barro y luego en un fango que hizo muy difícil y pesado el traslado.
Cuando creyó que ya faltaban pocos metros para alcanzar la orilla de la laguna, sintió que un enorme y fibroso brazo se extendía y lo envolvía como un anillo a la altura de su abdomen. Inútil fue el intento de zafarse de aquella presión que se incrementó hasta casi asfixiarlo. Luego que lo hubo asegurado, el brazo pegó un tirón y lo atrajo hacia lo que debía ser el cuerpo principal desde donde salía. Se sintió arrastrado irremediablemente hacia las aguas y rápidamente se vio sumergido hasta los hombros.
Fue tal el pánico que ni la voz le salió. De nada le hubiera servido, ya que el viejo Antúnez debía estar durmiendo la mona, luego de su diario derrame de alcohol por el interior de su gastado cuerpo.

En ese instante sintió un tirón en su pie derecho y antes de que pudiera reaccionar se vio succionado hacia el interior de la laguna con tal ferocidad, que ni siquiera pudo absorber una última porción de oxígeno, antes de saberse a varios metros de profundidad.
Preso del pánico y la perplejidad, debió abandonar todo intento de desprenderse de aquel cuerpo de mil extremidades que lo tenía sujeto, para contener lo máximo posible el escaso aire que aún quedaba en sus pulmones.
De pronto escuchó un sonido que atrajo su atención y lo motivó a abrir sus ojos. Percibió una fuente de luz por debajo de su cuerpo. Una intensa luz blanca que se movía armónicamente, acompañando cada emisión de sonido.
Tal fue la atracción que ese espectáculo le proporcionó que se olvidó de su falta de oxígeno y se dejó llevar por la placidez de aquel bello espectáculo.

De la luz principal comenzaron a desprenderse otras luces iguales pero mucho más pequeñas, que danzaban en forma circular, a la vez que el sonido se diversificó en varios tonos, correspondiendo uno con cada luz que se desprendía.
El círculo de pequeñas luminarias giraba cada vez con mayor velocidad y terminó posándose sobre la cabeza del César, formando algo así como una corona. Al tiempo que los sonidos penetraban en sus oídos inundándolo por dentro, marcando un nuevo pulso en su corazón, tomando dominio sobre cada aspecto de vida de su propio cuerpo.
De esta forma toda su energía se volvió circular, conjugando un sistema armónico de luces, sonidos y sangre en circulación. Todo su ser danzaba una danza circular, al compás de la energía que, ahora, él mismo emanaba.
Y dado que como era él mismo el que producía esa energía, de a poco las luces se desprendieron de su cabeza y los sonidos fueron apagándose, volviéndose más lejanos primero y casi inaudibles, después.

El César ya no fue más aquel muchacho, hijo de Don Albarellos, sino que se conformó en un equilibrado sistema del que fluía una inquebrantable armonía.
Fue así que este nuevo ser iluminado y en una paz trascendente comenzó a frecuentar las chacras lindantes cada noche. Su misión fue la búsqueda de los seres que habían sido seleccionados para formar el nuevo ejército de elegidos. Un nutrido ejército cuya misión sería provocar un cambio trascendental en la vida sobre la Tierra.
Desde aquella vez, cada noche se pueden divisar las luces circulares saliendo de las profundidades de las aguas de la laguna, acompañadas por las vibraciones sonoras.
La paisanada desprevenida comenzó a elaborar una nueva mitología. Rápidamente se propagó la tradición de que la laguna estaba poblada de extraterrestres que venían a transmitir un nuevo mensaje a la humanidad.
Como fuera, a partir de entonces, con la llegada de la noche, cada poblador espera ser el nuevo escogido para formar parte del ejército de los elegidos.

1 comentario:

Laura Alperovich dijo...

Buenísimo! Me parece que el César está más feliz así, ¿no? o le dará lo mismo... hasta tal vez extrañe su apisonada vida terrenal... quién sabe...