sábado, 1 de noviembre de 2008

"Iluminación de interiores"

Cada nuevo día, cuando descollaban los cánticos de pájaros desvelados, una luz aparecía en el infinito de ventanas asomadas entre sí. Una lamparita desnuda incandescía solitaria entre pares aún durmientes, ofreciendo su luz y su calor a un compartimentado entorno, aquel de la habitación que la albergaba y le brindaba visible existencia. Todos los días, en idéntico horario, un rectángulo surgía de entre multitudes de formas geométricas similares, sumidas todas en un irredimible sopor, el de la noche transcurrida pero que aún se resiste a partir. Y al brillar de los rayos florecían de ese rectángulo unos cuantos e indecifrables muebles, artefactos y objetos decorativos. Indecifrables por la altura que los ubicaba, lejos de la inteligible mirada de un eventual transeúnte o la semi-vencida agudeza visual de un guardia de seguridad de algún edificio cercano. No obstante la distancia, cualquiera hubiese podido aventurar que se trataba de un salón de estar, con un bargueño de madera oscura próximo al balcón, una araña inundada de transparentes caireles y la insinuación de lo que pudiera ser una mesa con algunas sillas. También se alcanzaba a divisar un velador de pie, con pantalla en forma de cono de color beige, pero que permanecía apagado. Por último, desde la inevitable distancia de la llanura de la acera, se observaba con cierta claridad la insinuación de una planta de interiores, crecida desde una maceta apoyada sobre el piso. Nadie podría aventurar de qué tipo de planta se trataba, aunque sí se podía adivinar que no era artificial, dado que poseía la alternancia de algún tono marrón extendido entre la abundancia de oscuros verdes. Quien pudiera asistir a la obligada cita, estaría habilitado a contemplar el nacimiento de un nuevo espacio que se abría sacrosanto entre otros iguales espacios, aún en gestación. Un literal dar a luz cotidiano, donde la magia consistía en la irrupción indómita, inexplicable, de un nuevo espacio tridimensional, algo totalmente inexistente tan sólo segundos antes. Pero más aun, la aparición de un espacio que no parecía albergar más que a los muebles y objetos que allí yacían, inmóviles día tras día de amaneceres. Ningún camino interno era recorrido por alguna persona visible desde la remota vereda desde donde se divisase aquel rectángulo solitario. No obstante, día tras día, sin distinguir días laborables o feriados, días de lluvia o de racimos de estrellas, días de luna llena o de ausencia de luna, cada día una luz re-encendía la idea de que en el espacio aéreo urbano, no sobraban ya la profundidad de cielos, ni la contemplación de horizontes sonrojados por el atardecer, ni mucho menos el avistaje de algún remoto paisaje. Esa insolencia que lastimaba la homogeneidad de la sombra nocturna, informaba, además, de la existencia de moles compuestas por decenas y hasta centenas de uniformes ventanales. Aunque, en sí, también demostraba abiertamente la ausencia del trajinar, el congelamiento de toda fluidez, dentro de aquel espacio despojado. Y así transcurrieron muchos y muchos días. Innumerable cantidad de días en los que se sucedieron palomas y ruiseñores, gorriones y jilgueros, entre progenitores y sus crías que también procrearon para revitalizar el ciclo. Incontables días de veraniegas temperaturas y de gélidas gotas de lluvias de agosto. Inalcanzable cantidad de días en los que la pregunta era qué sentido tenía ya tanta reiteración cotidiana, y en los que la apuesta consistía en adivinar qué día ese ciclo llegaría a su fin. Y un día, después de tantos y tantos, el dibujo no se delineó, el rectángulo no apareció y la cortina de plomizos grises permaneció incólume, extendida uniformemente en el adormecido espacio urbano. Pero tampoco al día siguiente, y al siguiente, y al siguiente... En más, ese espacio privilegiado de la noche solitaria, dejó de ser testigo cotidiano de la ausencia ajena, dejó de poseer la virtud de la existencia única y formó parte del mapa de la propagada ensoñación. Algunos podrían aventurar sobre la mudanza del esquivo habitante de aquel misterioso lugar. Otros, sobre un repentino cambio de hábitos. Otros más podrían argumentar sobre un espacio inhabitado que poseía un reloj de encendido automático de la luz. Pero algunos, quizás los menos, podrían advertir sobre la existencia de un sujeto que se cansó de emitir señales de su luminosa existencia, en medio de sus pares, hundidos por el sopor de una larga y profunda noche.

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