jueves, 1 de enero de 2009

"Cuento playero I"

- Mamá, ¿si hiciera un pozo muy, muy profundo, adónde llegaría?
- Bueno, si el pozo fuera suficientemente profundo, llegarías a la China...


Leo esperó ansiosamente esas vacaciones.

Su familia ya había elegido la playa como destino de las vacaciones en varias oportunidades. Pero Leo era muy chico aún y no recordaba demasiado sobre las vacaciones de los años precedentes.
Ahora, con cinco años recién cumplidos, Leo sentía el paso del tiempo con una lentitud inusitada, transitando minuto a minuto como quien observa la lenta formación de una gota de agua, desde el nacimiento hasta su caída, en una canilla mal cerrada.
Aún faltaban un mes y medio para salir de vacaciones y Leo ya imaginaba el paisaje costero, la formación de las olas, el ruido arrollador del mar, el olor del sodio dispersado al aire, los rayos del sol. Y la arena...

- ¿Estamos listos?
- Sí, creo que ya está todo cargado.
- Muy bien. Leo saludá a la casa, nos vamos. Decile "chau, hasta pronto casa".
- Chau casa... (¡te voy a extrañar, pero estoy contento porque me voy a la playa!).
Durante las dos primeras horas, Leo permaneció fielmente despierto, observando el paulatino cambio del paisaje, imaginando el destino final del viaje con incrementada ansiedad. Luego, cuando el permanecer despierto no hacía más que demorar aún más la llegada, Leo se dejó vencer por el sueño y, aprovechando la extensión del asiento trasero del auto, se estiró y quedó dormido.
El ronronear del motor y la fricción de las ruedas sobre el asfalto se configuraron en una realidad supletoria en el sueño del niño. Soñó que estaban en la playa, recién llegados, y pudo percibir el aire puro de una atmósfera diáfana de las primeras horas del día. La playa aún estaba semi-vacía y la amplitud de la vista le ofrecía una oportunidad para alistarse y echar a correr...
- ¡Leo, despertáte! Vamos, que se hace tarde. Papá ya está levantado...
Su reacción no tardó en concretarse y pocos instantes transcurrieron hasta que Leo se encontrara desayunando junto a sus padres.
- Mamá, ¿dónde pusiste mi baldecito y mi palita?
El día era perfecto. El sol comenzaba a transitar los primeros espacios de su escalada a través de un cielo profundamente azul, mientras que una leve brisa aquietaba el ímpetu de sus rayos bien encendidos.
Como en el sueño, la playa aún se encontraba bastante desierta, con alguna pareja caminando sobre la orilla del mar, un prematuro bañista que ya jugueteaba con las olas, y escasas sombrillas que asomaban aquí y allá, como flores dispersas a lo largo y ancho de una llanura.
Leo llevaba aferrados en su mano el baldecito y la palita, que su papá le había regalado días antes de la partida.
No supo bien de qué manera, pero cuando asomó sus narices por fuera del pozo que ya cubría buena parte de su pequeño cuerpo, la playa se encontraba saturada de presencia humana, sombrillas, lonas para echarse y todo tipo de aromas de bronceadores y cremas para la protección de la piel.
Ese paisaje no le atraía demasiado. Leo prefería internarse en las profundidades de su obra de ingeniería y redoblar la apuesta de llegar a las entrañas mismas de la Tierra. Deseaba aparecer del otro lado, asomar sus ojos en aquel extraño lugar llamado China.
Vaya uno a saber cuánto tiempo pasó. Lo cierto es que, entre tanta cantidad de gente, sus padres perdieron de vista al pequeño.
Lo llamaron reiteradamente y no pudieron dar con él. Solicitaron a las personas en derredor que comenzaran a batir palmas para llamar la atención y encontrar al niño perdido, pero aún así no lo encontraron.
Leo había cavado muy profundamente. Tanto, que con la última carga de arena, descubrió que se abría un hueco. Ya con sus manos, Leo liberó al hueco de su entorno de arena y pudo descubrir ante sus ojos un mundo absolutamente fantástico.
Bajo un cielo de variados colores fulgurantes se extendían armoniosamente una hilera de casas de forma circular, con árboles cuyas hojas brillaban como espejos que refractan la luz solar. Gentes de todas las edades caminaban con desplazamientos sutiles, como si flotaran a pocos centímetros del suelo y aparecían y se perdían en las sucesivas ondas ascendentes y desdendentes del pintoresco camino. Un penetrante aroma a jazmines lo invadía todo, mientras que unos ángeles viajeros cruzaban el cielo con simpáticas danzas acrobáticas. Dulces melodías con flautines y panderetas acompañaban sus movimientos y se mezclaban con el bullicio de miles de voces al unísono. Todo aquel paisaje transmitía una agradable sensación de paz y plenitud.
"Conque así es la China" -pensó para sí-.
Leo sintió el privilegio de presenciar aquella realidad y también el orgullo de haber conseguido llegar allí con su empeño y el esfuerzo de sus brazos.
También se sintió urgido por compartir ese descubrimiento con sus padres.
"Pero no, mejor me quedo un ratito más y después voy a buscar a mamá y a papá".
Mientras tanto, del otro lado del planeta, la mamá y el papá de Leo buscaban desconsoladamente al pobre niño que, seguramente, habría caído en desgracia.

1 comentario:

Florencia Pérez dijo...

Meajer! para cuándo el impulso de vida en tus textos?