jueves, 1 de enero de 2009

"Cuento playero II"

Era cerca del mediodía.
La noche anterior había terminado muy entrada la madrugada, con una carga más que aconsejable de alcohol. Esa extraña manera de atravesar las noches de diversión... y de soledad.
Para Matías, últimamente las noches arribaban para denunciar un estado anímico que ya comenzaba a amenazarlo en forma evidente.
Pero aun así no estaba dispuesto a perderse ni un solo día de playa. Hacinado como vivía en su pequeño departamento de La Boca, ninguno de los diez días que disponía en "La feliz" lo iba a despojar de la vivencia playera.
La única vez que resignó su presencia sobre la arena había sido hacía dos años, cuando el mar embravecido se había envalentonado más de lo habitual y se había "tragado" -literalmente- buena parte de la costa bañada por el mar. En ese momento, una prohibición del acceso a la zona costera limitó las atribuciones del intrépido Matías y lo confinó a rastrear en la peatonal San Martín algún vestigio de aroma a vacaciones. Sólo una vidriera con artesanías a base de caparazones de caracol le evidenciaron dónde se encontraba.
Triste tarde aquella, donde Mar del Plata se había convertido en una ciudad a la que le habían arrebatado la sonrisa.
Pero este mediodía, pletórico del sol de enero, se abría ante los aún semicerrados ojos de Matías como un corazón que se ofrece para ser amado, con un calor y una intensidad pocas veces manifestados.
Como de costumbre, la céntrica playa Bristol se encontraba desbordante de público. Vista desde metros atrás, todavía transitando la rambla del Casino, contínuamente vigilada por sus dos eternos lobos marinos -apostados a manera de centinelas de otros miles de mamíferos echados al sol- era una enorme cama solar, capaz de albergar a una inagotable cantidad de amantes del sol... y de las vacaciones en medio de la muchedumbre.
En esa mismísima playa céntrica, caminar en dirección al mar se convertía en una misión dificultosa. Es que una innumerable cantidad de personas y todo tipo de plásticos y vidrios arrojados a la arena, formaban parte de un entramado casi impenetrable, sobre todo a esas horas del mediodía, asimilables sólo a los embotellamientos del tránsito en pleno centro de Buenos Aires, ante un piquete revoltoso.
No obstante, Matías deseaba llegar hasta la orilla.
Comenzó su avance, sandalias en mano y, a poco de andar, se percató de que la arena ardía, producto de la intensidad de los rayos solares.
Tarde era ya para intentar ponerse las sandalias. No había lugar disponible para asentar su cuerpo por espacio de los segundos que le demandaría la operación.
Decidió aguantar... Y correr.
Saltó de la sombra de una sombrilla para pisar la lona de una señora embadurnada en crema bronceadora; rápidamente buscó el próximo micro-espacio donde asentar el siguiente pie y fue a parar a un castillito de arena a medio hacer, provocando el llanto del niño al ver su obra totalmente pisoteada; trastabilló cuando su otro pié chocó con una de las patas de una reposera, al tiempo que sacudió el cuerpo echado sobre ella de un ensimismado lector y terminó cayendo de bruces sobre la lona de una señorita con anteojos oscuros que plácidamente esperaba ser abrazada por los rayos solares.
Matías no era rápido en lo que a reflejos se trata y tardó esa mini-porción extra de tiempo que convierte una oportunidad de triunfo en una derrota vergonzosa.
La señorita de los anteojos oscuros no dudó en dirigir su oculta mirada de manera punzante, cuidándose de que ningún músculo de su cara obedezca a algún impulso cerebral no calculado y osara moverse, aun levemente.
El silencio fue tal que por un instante pareció que hasta el mar había detenido su eterno ciclo. Las pelotas lanzadas al aire habían interrumpido su viaje semicircular quedando congeladas en pleno vuelo, y hasta los vendedores de bebidas habían trabado su canto en una sílaba, como un lector de CD ante un defecto en la superficie de policarbonato.
Matías también se encontraba en trance y no atinaba siquiera a pedir perdón, a levantarse rápidamente y huir, o intentar una broma para la ocasión.
La mirada de la señorita no se apartaba de la cara de Matías. Su gestualidad congelada, sumada a la imposibilidad de adivinar su semblante debido a la negra capa del vidrio que lo cubría, no hacía más que eternizar ese momento de oprobio y vergüenza extremos.
Por fin, alguien en medio de la jungla se animó:
- ¿Necesitás una mano, flaco?
A lo que siguió una cadena interminable de risotadas que operaron como desinhibidores del mar, las pelotas en vuelo y el cantito del vendedor de bebidas.
Era claro para Matías que estaba protagonizando un auténtico papelón. Y no sólo eso: la retirada debía ser emprendida de inmediato, a riesgo de cargársele los extras de un bochorno aún mayor.
Cuando se levantó, en medio de las risas y las pesadas bromas del público que ya se había formado en círculo alrededor de ese improvisado escenario, le dijo a la señorita de los anteojos oscuros y pétrea gestualidad: "Disculpá".
La señorita volvió su rostro a su posición original, inmutable.
Sin embargo, Matías pudo advertir una mínima reacción muscular en la comisura de sus labios, sin duda involuntaria. Esa minúscula insinuación fue tomada por el muchacho como una indubitable señal de acercamiento. Un sutil ofrecimiento para una segunda oportunidad.
Mientras intentaba llegar a la orilla del mar, Matías sentía que sus saltos ahora estaban impulsados por una renovada energía.
Quizás al día siguiente ella estaría tomando sol en aquel exacto lugar, aguardándolo.
Y, quizás, esa noche ya no debería internarse en el fragor de la bebida para disipar tanta soledad.

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