domingo, 1 de marzo de 2009

"La experiencia superadora"

Cambiante como la humedad que va declinando con la altura, así el paisaje se iba alisando a medida que nuestros cuerpos -y toda la pesada carga- se elevaba por el sendero de la montaña. Era un sendero bien delimitado, con frecuentes marcas en los árboles que indicaban por dónde continuaba el camino.
La meta era la cima de la montaña. En realidad, no precisamente la cima ya que era muy escarpada y con escaso espacio para asentarse allí. Unos metros más abajo se extendía una planicie que nos ofrecería una perspectiva más confortable como premio por el esfuerzo de todo un día de ascenso.
Esta actividad física -la del ascenso de montañas- no tiene demasiados adeptos. Sinceramente, se trata de un compromiso físico importante, a la vez que los riesgos de golpes y lastimaduras son elevados, teniendo en cuenta que la mayoría de las veces consisten en terrenos rocosos y resbaladizos. Sumado a esto, la carga representa un esfuerzo importante, sobre todo por el traslado de varios litros de agua y de raciones de comida para todo el tiempo que dure la travesía. Definitivamente acomodados a las facilidades de los medios urbanos, este tipo de desafíos no son fáciles de asumir a menos que se encuentre en ellos alguna motivación personal.
En nuestro caso, no se trataba de una burda alimentación de nuestras vanidades ni un propósito de recreación alternativo. Esta ascención tenía la finalidad de comprobar una cierta teoría consistente en que, aislados de los estímulos de la sociedad e imbuídos del silencio inmanente en las alturas, se desplegaría en cada uno de nosotros una revelación espiritual reservada y desconocida hasta el presente.
No se trataba -al menos, no en nuestro caso- de una prueba de ascetismo o de contrición de nuestra fisiología. Antes de la ascención nos aseguramos una razonable carga de alimentos y líquido como para que la experiencia no consistiera en desplazar al cuerpo en virtud de la aparición del espíritu. Estábamos convencidos de que éramos entidades completas y creadas de manera eficiente, de tal modo que todo lo que poseemos -nuestra materia y nuestra espiritualidad- guardan un extricto criterio de asociación virtuosa y que, en todo caso, el desafío consiste en descubrir la manera de armonizar ambos aspectos, sin que uno desplace al otro.
La teoría de que la altura propicia la inminencia del espíritu la habíamos escuchado de ciertas culturas orientales y -paradójicamente o no- eran compartidas en sus generalidades por algunas experiencias relatadas por antiguos sabios chamanes de la cordillera de los Andes. Con diferencias de estilo, ambas teorías proponían un aislacionismo extremo para dejar aflorar nuevas sensaciones desde el interior de cada uno. Sensaciones o vivencias en franca conexión con lo Divino.
Efectivamente, el primer relato conocido acerca de esta irrupción de lo Divino se encuentra en la Biblia, en el así llamado "Antiguo Testamento" -la Torá, para los judíos-. Allí, en el Libro de Exodo 34:30 dice: "Aharón y todos los Hijos de Israel vieron a Moisés y he aquí que la piel de su rostro resplandecía..." Se trata del descenso de Moisés luego de recibir las Tablas de la Ley departe de Di-s.
Como fuera, nosotros estábamos lejos de pretender llegar a las alturas espirituales de Moisés y, en todo caso, no éramos más que tres amigos con ciertas ansias de trascender las limitaciones de la cultura en la que nos desarrollamos.
Por tanto, no imaginamos en ningún momento transformaciones sustanciales en nuestras personalidades ni cambios drásticos en nuestras percepciones de la realidad. Eso no restó seriedad y compromiso al proyecto común y así lo emprendimos.
Evitaré aquí remitirme a las alternativas de la ascención propiamente dicha. En todo caso, no escapó a las experiencias de ascención que cualquiera ha vivido, de haber pretendido hacerlo.
Luego de un esfuerzo físico considerable de 8 horas, alcanzamos la planicie que constituía nuestra meta. Las luces del día habían comenzado a declinar y todo indicaba que, a pesar del cansancio, debíamos acelerar el proceso de asentamiento y preparación del terreno para acampar.
Evidentemente extenuados, pero muy estimulados por haber alcanzado el objetivo y, sobre todo, porque habiéndolo hecho comenzaría a desarrollarse nuestro núcleo de interés, nos dedicamos a alisar el terreno, desplazando piedras y arbustos, logrando una uniformidad razonable para apoyar allí el piso de nuestra carpa.
Luego de la carpa fue el turno del aprovisionamiento de algunas ramas secas, con el objetivo fundamental de generar una fuente de calor para las horas de la noche en las que permaneceríamos despiertos. Claro está, a esta altura -alrededor de 2.800 metros- la escasez de madera es evidente y nos conformamos con cualquier rama que tuviera el aspecto de poder consumirse con el fuego.
Ya entrada la noche, iluminados en forma tenue con las agonizantes brasas de nuestra fogata, la profusión de estrellas se alzaba con el protagonismo de un espectáculo único, inconmensurable. Sumado a ello, el silencio imperante -interrumpido sólo por el esporádico crepitar de la madera- inundaban nuestros aún azorados sentidos.
La entrega física había sido total en aquel día y se hacía sentir en el peso cada vez más insostenible de nuestros párpados. Con tal cansancio corporal y habiéndonos dejado invadir por aquella inmensidad insonora, nos dirigimos a la carpa para calmar la agitación de nuestros vencidos cuerpos.
Si aquella noche cada una de las estrellas divisables desde la montaña hubiera adquirido tonalidad musical, constituyéndose entre todas en la más extendida orquesta sinfónica al mando de su único Creador, no lo habríamos advertido. Quizás por esa misma razón es que al día siguiente, cuando las primeras estridencias del sol se habrían paso entre el paisaje escarpado, me desperté y al cabo de algunos instantes -los esenciales para corroborar que realmente me encontraba en las alturas de la montaña y no ante un sueño de haberlas alcanzado- tuve la sensación de haber sido testigo inconsciente de una manifestación armónica de todo cuanto nos rodeaba, incluyendo los astros celestes, que no por lejanos habían permanecido ausentes de nuestro entorno cercano la noche anterior.
Mis compañeros de viaje aún buscaban en el sueño la merecida reparación, por lo que traté de ser muy celoso de mis movimientos para alcanzar la salida de la carpa.
En aquél lugar, donde la presencia del silencio es tan atronadora, es prácticamente una insurgencia arrebatar la quietud con cualquier golpe o roce provocado por los utensilios o el mismo cuerpo. No sentí el derecho de hacerlo en respeto por aquél resguardado ámbito, pero tampoco en virtud del descanso de mis compañeros.
De tal forma que permanecí inmóvil, sentado a unos metros de la carpa, dejándome invadir por la belleza y la quietud del recién amanecido paisaje.
Aquella majestuosidad inmóvil despertó en mí una sensación de extrema pequeñez, a la vez que se desplegaba en mi conciencia la presencia de una gran virtud: mi capacidad por contemplar aquella inmensidad y fundirme con ella en un sólo acto creativo. Yo no era un espectador ajeno a ese paisaje sino que constituía un elemento único e irreemplazable del todo, tan valioso como los picos nevados que salpicaban aquí y allá a un desprevenido cielo.
No sé cuánto tiempo transcurrió desde ese momento revelador; desde aquél rectángulo de tiempo envainado en el que sentí que mi silente permanencia era tan requerida como la tozuda presencia de aquellos colosos. Lo cierto es que perdí la conciencia de mi pertenencia a un grupo de personas para aparcar todo mi ser justo en el lugar que había elegido para sentarme.
Ahora, inesperadamente, la experiencia grupal se ha desvanecido para mí. Aprecio todo mi ser como desde afuera. Como si yo ya no fuera sólo yo y para poder verme individualizado tuviera que salirme de mí mismo y ejercer un sobrevuelo a mi alrededor. Y allí estoy, inmóvil, alojado en esa escasa porción de tierra, asimilado a un paisaje todo-abarcante.
Quizás ya no sienta derecho de moverme de allí, ¿cómo poder desentenderme de un lugar exclusivo e indispensable para el todo? ¿O es que, alternativamente, he asumido el abandono a una pertenencia antigua para re-edificarme sobre otro sitio del cosmos? En definitiva nada ni nadie puede escapar de este entorno cercado que es la creación física.
O quizás sea sólo esto último: la desesperación por advertir este cerco asfixiante ha encontrado sosiego en la inmovilidad trascendente dentro de un paisaje inalcanzable.
Como fuera, atrás quedaron para siempre mis compañeros de viaje y aquel descenso hacia la gran ciudad planificado para cuando hubiéramos atravesado la experiencia de la superación espiritual.
Aquí estaré, sin embargo, ya que esta geografía ha decidido incorporarme definitivamente.
¿Cómo resistirme a tal invitación?

No hay comentarios: