miércoles, 1 de abril de 2009

"¿Estás allí?"

Como pétalos de rosas que deambulan al viento, buscando la paz de un destino seguro, tras la horda que las arrancó de cuajo, las infinitas hojas de los libros escritos desde la primera vez flotan en un espacio ingrávido, que ya no las atrae a sí con la avidez de otrora.
Las inacabables imágenes enlatadas por la sugerente dádiva de la tecnología, hacen del papel escrito un paria al que cada vez vale menos la pena rescatar.
Si el cine y la televisión cautivaron por la urgencia satisfecha en tiempo real de la incógnita del "quién está allí", es internet la que ahora asesta un golpe, si no de gracia, propicio al menos, para el ocaso del papel.
Las historias que se han escrito o incluso, las que se muestran a través de imágenes, siempre han surgido de la emoción del ser humano y su paso témporo-espacial por el mundo de la materia. Implican la necesidad de transmisión de esas emociones para ser compartidas y apaciguar la angustia por la amenaza de ser, él y sólo él -el autor de la obra- el único sobreviviente que da testimonio de un sentir generacional. Es el arte, en este sentido, un impulso de extensión de un ser que busca la reciprocidad de otro ser.
Esta búsqueda toma en cuenta el despertar del otro, desde el comienzo de la propia indagación interna, por parte del autor. El destello que, expresado como fuera, despierta y genera en el receptor una reverberación que finalmente regresará al autor.
Pero para que esto suceda, ese otro, el lector, deberá estar allí como re-creador único e inédito de ese mensaje. No bastará con que aprecie los aspectos estéticos de la obra; necesariamente deberá re-crear él mismo la emoción, para que pueda re-significarse en su ser y volver al fin al autor, como una venia de cálida complicidad.
Las hojas de los libros nos han permitido formar parte de la autoría. Nos han proporcionado, como herederos únicos e irrepetibles, la oportunidad de la identificación primero y de la gestación más tarde, abriendo la circulación de eslabones de energía.
Los sentidos se despiertan con sólo portar un libro en la mano. El tacto permite acariciar cada hoja dejada atrás, captar la textura del papel, acompañar la avidez de la visión para avanzar en el relato. Una visión que se convierte en la privilegiada ventana de ingreso al nuevo mundo, que se impregna del mensaje. La identificación que se logra por medio del olfato, al cabo de algunos minutos de lectura, que nos permite familiarizarnos con ese objeto-libro, pero también con esa historia, con aquél personaje, con el autor que nos habla.
En cuanto a la audición y el gusto, en ellos radica la mayor riqueza de la lectura. Porque no es, sino el propio lector, el que echará a circular esos sentidos a través del impacto que vaya recibiendo y transformando en su interior. Al no poder observar un plato de comida, el lector debe imaginarlo a través del relato y convertirlo en una exquisitez, con los colores, olores y sabores que él mismo considera propios de un manjar. Por otra parte, un trueno sonará con la gravedad que él mismo sugiera otorgarle para la intensidad del relato.
No ocurre lo mismo con la vivencia audiovisual. Allí se presenta todo dispuesto para generar una saciedad instantánea de los sentidos, para dejar explícito hasta lo burdo de qué se trata lo que se quiere transmitir. De tal forma que el autor se auto-gratifica siendo el portador único de un mensaje pero, a su vez, se mortifica infinitamente, ya que el retorno de ese mensaje no volverá sino como un acople mono-tonal de su propia manifestación.
El receptor será sólo eso: receptor pasivo.
Autor y receptor se dan encuentro, entonces, en una dimensión no mensurable, compartiendo una solitaria compañía.
La experiencia del ser se agota antes de comenzar.
De ahí que cause tanta impresión ver en los medios de transporte público a aquellos que, para ganarse los centavos del día, venden copias -ilegales- de películas en DVD por pocas monedas. Y el hastío de una soledad irredimible expresado agudamente cuando la señorita cuarentona elige tres títulos aquél viernes por la tarde, augurando un fin de semana más, de silencios inacabables.
Quizás la luz la irradie aquél anciano que vende libros en los vagones del ferrocarril, haciendo gala de sus lujosos conocimientos sobre historias de autores clásicos. Porque su voz transmite la satisfacción por haber vivido esas historias, por haberlas incorporado y transformado en largas sesiones de lectura y convertido en parte de su propio mensaje de vida.
Te preguntarás, entonces, qué hago yo proponiéndote leer éstas líneas a través de internet. ¿Es un juego desleal? ¿Una provocación?
La masificación de la expresión humana para hacerla pública es, sin duda una irresistible invitación para el intento. Seguramente, si no contara con este medio, yo no tendría forma de hacer llegar mis pensamientos ni mi mensaje.
Quizás es por eso que internet está poblado básicamente de palabras. Aún no nos hemos adueñado de este medio y lo utilizamos como si fuera un libro, aunque, evidentemente, no lo es.
A diferencia de la edición de un libro, cuando se publica a través de internet, existe la potencialidad de ser leído por miles de millones de personas, de manera inmediata. Aunque sólo sea una fantasía el pensar que semejante número de personas pudiera acceder a mis letras, no deja de ser cautivante el sólo tenerlo como perspectiva posible.
¿Para qué?
¿Para qué necesito acceder a tantas mentes y corazones? ¿Es tan importante y trascendente mi mensaje?
Sin duda, sí. Lo es para mí.
Internet posee esa propiedad: nos hace creer que somos ilimitados, que tenemos la capacidad de trascender fronteras y que todo el mundo pueda conocer lo que tenemos para decir o proponer. Y, como consecuencia, nos permite volar mucho más allá de nuestras verdaderas posibilidades.
Internet nos eleva a la cúspide del cerro más alto y nos provee de un altavoz para que vociferemos nuestra verdad.
De tal manera que nos dirigimos hacia un "alguien" que se encuentra del otro lado del planeta, pero, a la vez, vamos perdiendo la perspectiva de pertenencia con nuestro entorno más cercano.
Entonces, opinamos sobre la pobreza en Haití o la guerra en la Franja de Gaza como si realmente viviéramos allí y pudiéramos tener una visión objetiva de lo que allí ocurre. Nos hacemos cómplices de lo que las grandes corporaciones de los medios de comunicación pretenden instalar.
Todo se universaliza, todo pierde entidad.
Internet nos permite tal descaro. Es un sueño hecho realidad: poseer una base transmisora con miles de millones de personas cautivas escuchando lo "absolutamente verdadero" que tenemos para comunicarles.
Mientras tanto, la sombra que proyectamos sobre la baldosa más cercana se va apagando cada día más.
Claro, publicar un libro es una tarea mucho más cara y engorrosa y de un alcance infinitamente menor.
Pero de un compromiso infinitamente mayor.

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