lunes, 1 de junio de 2009

"El viento"

Salía del edificio donde trabajo y encontré a un muchacho -más o menos de 20 años- refugiándose del viento para encender un cortísimo "porro". Cuando me vio salir intentó disimular y rezongó: "¡Este viento!". Yo le respondí que también el viento se encarga de transportar las semillas de los árboles para ayudarlas a instalarse en otros sitios y así llenar de verde la ciudad. El muchacho me echó una mirada extrañada y me dijo "sí, el viento hace de todo". Y me fui sin más comentario. No quise prolongar por más tiempo una conversación no deseada por él, y menos que me mirara pensando que soy uno de esos que toman cautivo a la primera víctima que encuentran para exteriorizar todo un pergamino de incongruencias. Pero me quedé pensando en el viento. Pensé en el viento y su función disipadora. El viento que sopla, rehuyendo a nuestra voluntad; el viento que echamos a andar cuando corremos, cuando andamos en bicicleta, cuando encendemos un ventilador... Una masa de aire que no puede menos que circular, atravesando hasta la minúscula grieta que se le interpone. Llevando consigo millones de partículas existentes pero invisibles, molestas o necesarias, grandes o pequeñas. Pensé en las palabras que se "echan al viento" en clara metáfora de su expansión hacia el espacio infinito y su traslado inacabable por cualquier rincón del universo. Como cuando se expresa que "alguien está ventilando" algún asunto. Ventilar, en el doble sentido de echar a circular al aire y el de llevar aire fresco a esas palabras que se desempolvan, otorgándoles un renovado vigor y permanencia. Pensé en la hoja que se desprende de un arbol, chamuscada por el mismo viento que la hará rodar y rodar hasta depositarla sobre un surco de agua que bordea la calle, convirtiéndola en un improvisado barquito de papel, que naufragará en la próxima alcantarilla. Imaginé la cara del viento, como en aquellos dibujos de los manuales de la escuela primaria, con sus cachetes bien inflados y su boca semi-cerrada soplando con la mayor intensidad que el trazo y la imaginación del dibujante permitían. El viento, que se corporiza sobre un lago manso de algún paisaje montañoso, erizando la superficie y convirtiéndola en inquietas olas que comienzan a chocar contra las rocas de la playa. El viento invisible, pero que permite elevar a una mole de acero a través del juego aerodinámico de sus alas, que imitan al ave diestra que sobrevuela todas las realidades. O que le permitió a Fernão de Magalhães atravesar América entre los dos océanos. Ese viento que acaricia nuestro rostro y nos invade de frescura cuando, apostados en una playa veraniega, el sol justifica en exceso su existencia. El viento de cola, que llega una ínfima porción de tiempo después de una cachetada que ha impactado de lleno en una mejilla. Es el viento que, como sombra fiel, persigue a los millones de seres que damos cuenta de la vida a través del movimiento. Es el viento, testigo silencioso a veces y coral muchas otras, que nos recuerda a cada instante que el destino de nuestro movimiento bien vale una meditación previa, una mirada sobre nuestra vida, para tornarla más armónica con el espacio que nos rodea. Un espacio que inevitablemente se alterará con nuestro paso. Y con el paso del viento, que nos seguirá de cerca.

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