miércoles, 1 de julio de 2009

"Bajo fondo"

Hasta no hace muchas décadas, los nórdicos solían construir sus casas con techos aislados térmicamente con césped.
Esta curiosa manera de prevenirse de las excesivamente bajas temperaturas y de la acumulación de nieve, me remite a la familia Eidem, de Hammerfest, Noruega.
Los Eidem eran una familia que había vivido allí por generaciones. Eran conocidos pesqueros que asaltaban al bravo Mar de Barents para arremeter contra su riqueza ictícola.
Lars Eidem, padre de familia, había heredado de sus antepasados una propiedad ubicada bajo el nivel de la superficie, en una especie de caverna natural. De tal forma que el techo de la casa era constituído por césped natural que formaba parte de la despojada llanura nórdica.
Los Eidem vivían bajo tierra, podría decirse con propiedad. Lo cual los protegía del viento arreciador y de la nieve.
Y del entorno social.
C
omo eran audaces pescadores, su contacto con el medio terrestre era escaso, casi nulo.
Es debido a esto que, tras decenas y hasta cientos de años de vivir de esa manera semi aislada, el carácter de la familia Eidem fue tornándose particularmente ermitaño.
Sus necesidades materiales se veían satisfechas por el pródigo mar. La larga noche boreal se encargaba de confinarlos por largos meses, encerrados entre las rocosas paredes de la vivienda.
Un verano,
un grupo de muchachones eligió jugar al fútbol cada tarde, sobre la superficie que funcionaba como techo de la casa. Al parecer, la elección fue acertada porque, a medida que transcurrieron los días, un buen número de candidatos para jugar e igual cantidad de curiosos, se fueron sumando al encuentro, transformándose en menos de un mes en una romería que, incluso, atrajo a diversos vendedores ambulantes de salchichas, copos de nieve, maníes y otros pasatiempos culinarios.

Al principio, los Eidem tardaron en comprender la situación, tolerando las corridas, golpes y gritos con resignada perplejidad. Pero, luego de algunas semanas, las molestias se convirtieron en una ruptura de la paz y el estilo de vida de la familia.
Se sucedieron protestas, gritos y todo tipo de planes entre sus integrantes, pero nunca traspasaron las gruesas paredes rocosas de la casa. Sencillamente, no sabían a quién acudir para presentar una queja y tampoco en qué términos hacerlo.
En algunas semanas más, el deterioro del terreno era notable. Casi no quedaban rastros del otrora tupido césped y aun la tierra se había desperdigado, dejando al descubierto las incipientes muestras de rocosidad.
Mientras tanto, la convocatoria era cada vez más numerosa e iba incrementándose la complejidad de las actividades, ya que mientras algunos jugaban al fútbol, otros hacían gimnasia de precalentamiento, algunos daban vueltas en círculo en bicicleta, otros correteaban sin cesar.
Paralizada, la familia Eidem pasó del estado
de estupor a uno de angustia y depresión. Las primeras agitadas reacciones dieron paso a una resignada apatía que, más que indicar conformidad, daban muestras de impotencia y rendición.
Pronto llegó el invierno y con él, el frío y la nieve. Los juegos concluyeron, pero los efectos sobre el terreno se hicieron visibles.
Las goteras inundaban cada sector de la casa, pero la familia permanecía atónita. Como si el frío y la humedad hubieran embotado su escasa capacidad de diálogo, confinándolos al ostracismo y la parálisis.
No pasó mucho tiempo para que contrajeran enfermedades y, uno a uno, fueran partiendo de este mundo, tan solos como sus vidas habían transcurrido.
Al siguiente verano, el gobierno municipal decidió cercar y adornar con numerosa variedad de flores todo aquél terreno, para impedir que los muchachones jugaran al fútbol. Es que los vecinos de alrededor habían presentado sus denuncias el verano anterior y no estaban dispuestos a que la situación se repitiese una vez más.

De la familia Eidem nadie percibió su ausencia, excepto el indómito Mar de Barents, que aquél verano se revolvió con inéditos bríos.

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