viernes, 1 de enero de 2010

"El reencuentro"

El paisaje era austero: recién comenzaba a partir la época invernal.
Como alfombras arreciadas por la última creciente de un río, las extensiones de la maltrecha pradera se sucedían en hilera, sumando monotonía y un devenir laxo, atiborrado de humedad.
Sin embargo, los tímidos rayos del sol que se despegaban de la gangosa compañía de las nubes, prometían la llegada de un tiempo de renovadas esperanzas.
Las aves eran las primeras en tomar noticia, y cruzaban ágilmente el firmamento, llevando y trayendo trozos de lo que fuera, en procura de construir sus nidos y cumplir con el mandato de Di-s. Las abejas adquirían presencia en las primeras apariciones florales, interpretando un acorde bajo pero permanente, como el ensayo de la orquesta que se dispone a desplegar prontamente su virtuosismo.
Y el viento. La llegada del viento se erigió en promesa efectiva para la anegada superficie, alentándola a ofrecer lo mejor de sí al apoderarse de las buenas nuevas, aunque provenientes de distancias desconocidas y por tanto, ajenas y carentes de mensajes. Pero el viento acercó cada molécula que el frío invierno le facilitó, cada porción de antiguos seres que se entregaron a una futura e incierta transformación.
No obstante, la tierra ya había embriagado lo suficiente sus entrañas como para pretender familiaridades, así que absorbió con gula millones de partículas insípidas y se las apropió celosamente, con un instinto de conservación voraz.
La luminosidad de enero sembró con un cálido abrazo cada atisbo viviente y la tierra se abrió como una fémina para albergarlo.
Más pronto que la proyección de toda ansiedad, la superficie se cubrió de un manto multicolor, especie de surco que se extiende hacia el Supremo Rey, desde los pasos del menesteroso.
Y, como padre que acaricia los cabellos de su vástago, el viento peinó una y otra vez aquellos frágiles destellos que se desplegaban aceptando el acto de ternura, y devolviendo el gesto a través de bellísimas texturas y profundos aromas.
Entonces, aquellas ínfimas partículas reunidas desde horizontes que se habían cruzado, confluyeron en una nueva manifestación de unidad y belleza, que bien pudiera dar origen a un renovado amor, inspirado en la maravillosa continuidad de los días.
Sólo la presencia de dos seres, un hombre y una mujer, bastarían para justificar la ocurrencia de tan maravillosa obra.

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