viernes, 13 de julio de 2012

"Amanecer en el andén"

La madrugada tiñe al sol con su dejo de azules gastados. Los rayos no logran imponerse aún y son como promesas que no alcanzan a convencer, alas que se agitan pero no levantan vuelo.
La clorofílica alfombra despliega tímido relieve y el húmedo asfalto huele a oscuridad, adornado por vidrios multicolor que se esparcen como flores que suelen alcanzar su plenitud durante la complicidad de las horas ciegas.
Es la hora en que el amor es compelido a encontrar nuevos motivos para su permanencia. Acaso no los halle en el diáfano día y sólo se resigne a morir antes de alcanzar la luz.
Nadie lo sabe. Nadie se anima a aventurar el futuro. El mareo es un intenso presente que no pretende abandonar los cuerpos ni hallar respuestas a tan temprana hora.
Esta es la hora en que el alcohol inyecta su mórbido aroma sobre los senderos, el momento en que, sin embargo, la razón se apretuja ante la puerta de salida, hincando la paz del devaneo, apagando uno a uno los destellos fugaces de los fuegos de artificio que aún sobreviven.
La estación de tren permanece desierta y el silencio preanuncia la larga espera. El dolor de cabeza es un estallido existencial, una gigantografía burlesca que inquiere: "¿Qué ha sido todo esto?"
El silbido del ruiseñor acuchilla las entrañas y el acero de los rieles se enfría todavía más.
A lo lejos se oye la estruendosa bocina que motoriza la esperanza. Salir de allí es una cuestión impostergable. A medida que se acerca, la nube de humo sumerge al sol en una nueva y tenebrosa noche, pero ya nada más parece importar. Tal vez sea la oportunidad para postergar un poco más la ilusión.
En cada golpe de bocina la cabeza resucita un Chernobyl y se dispersa en millones de pixeles, saturando todo alrededor con radioactividad.
Ya se divisa el convoy. Su pesado andar es sólo comparable al deambular de dos piernas que ya no pueden con tremenda carga. Allí comienza a dibujarse su morfología, tragándose de a millones esos pixeles desparramados, que encuentran dónde anidar.
La locomotora es un dragón que amenaza con consumirlo todo. Incluso aquél semi-desértico andén. Sin embargo, más vale dejarse consumir por la voracidad calórica que perderse entre las vetas de un inmenso glaciar.
Ahora el tren va adquiriendo la forma conocida; aquella misma forma de hace décadas, cuando de niño solía admirarla como quien sale al balcón para ver pasar ante sí a un planeta.
La bocina ya no es un anuncio sino una advertencia. La velocidad parece conferir a esa llegada sólo el vaticinio de la partida, sin escalas.
Por fin llega. El remolino arrastra todo a su paso, llevándose consigo la esperanza de un rescate que deberá aguardar siglos quizás, vaya a saber.
Desintegrada, su cabeza viaja en ese tren que no se detuvo, abandonando a su cuerpo que, como nunca antes, se siente a la deriva.
Al menos queda el consuelo de esquivar los rayos que lastiman, ignorar el canto de los pájaros que se adueñan del día y evitar pensar en respuestas, a estas horas de la madrugada.

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