lunes, 1 de febrero de 2010

"El tren"

En mis épocas de pequeño fueron escasos los momentos compartidos con niños de mi misma edad.

Apenas recuerdo con cierta emoción algunas tardes de fútbol callejero hasta agotar el último destello de luz natural y bajo el reiterado llamado de mi madre para que regrese a casa de una buena vez. Recuerdo que disfrutaba de esos momentos con particular intensidad: se constituían en horas de agitado movimiento tras la pelota, prescindiendo del entorno vecinal, solamente interrumpido por la necesidad de paso de aquella anciana por la vereda o para esperar el tránsito de los automóviles cuando un zapatazo poco feliz lanzaba la pelota raudamente hasta estrellarse en el lado opuesto de la calle.

¡Con qué facilidad y escasez de ornamentos puede un niño armar todo un mundo de fantásticas vivencias!

A veces, cuando se encontraba libre, acudíamos a un campito aledaño a las vías del ferrocarril para jugar. Se encontraba -en la actualidad ya ha sido inexorablemente urbanizado- en la calle Yerbal y Argerich, del barrio de Flores. Allí sí, el festín era total, porque el contacto con la tierra o con un esporádico resto de césped nos daba la sensación de ser jugadores profesionales e imprimía al juego un compromiso y seriedad superiores. Allí sólo nos faltaba contar con los correspondientes arcos, para establecer con exactitud si un disparo había terminado en gol. ¿Hasta qué altura se lo consideraría como tanto convertido? Eran ardientes las discusiones cuando el arquero se declaraba haber sido incompetente para alcanzar la pelota por la altura que había desarrollado. ¿Era realmente inalcanzable el disparo o no se había esforzado lo suficiente? ¿Quién estaría habilitado para determinarlo con objetividad? Lamentablemente, y a pesar del sentimiento de profesionalismo, no disponíamos de cámaras de televisión que nos brindaran la posibilidad del “replay”. Muchas veces estas situaciones se dirimían por el grito tajante de uno de los más “forzudos” que terminaban por inclinar la decisión a riesgo de ser amenazado con alguna trompiza, si alguno se oponía.

Entonces, los sentimientos de victoria y frustración invadían a cada uno de los dos equipos, según a cuál de ellos pertenecía aquel personaje que decretaba el veredicto por imposición de volumen óseo y muscular.

Ya desde niños aprendíamos que la naturaleza moldea prepotentemente a los hábitos culturales, generando límites palpablemente precisos.

Todavía conservo muy frescos los recuerdos de mis andanzas por los terrenos contiguos a las vías del tren, espacios muy frecuentados por mí ya que estaban ubicados a escasos cincuenta metros de mi casa.

Allí observábamos extasiados el paso de los trenes, el peso y la fuerza inconcebibles que ostentaban, y flotaban nuestros sueños al subirnos imaginariamente y viajar por lugares que sólo la creatividad de un niño puede construir.

En las vías del tren construía yo mis propias figuritas de lata, apoyando las tapas de gaseosas sobre las vías y dejando que las ruedas del tren hicieran la tarea. Sobre las vías del tren caminábamos contando los durmientes de una madera -el quebracho- tan dura que nunca se pudría ni se deshacía. Tomábamos tantas piedras como nuestras pequeñas manos podían albergar y las arrojábamos apuntando a una lata puesta sobre la vía a varios metros. ¡Qué placer intenso generaba ser el privilegiado que la derribaba! Y allí hacíamos explotar los cohetes sin necesidad de encenderlos. Tan sólo apoyándolos sobre las vías y dejando que las ruedas del tren vuelvan a hacer su trabajo.

El tren. Aquél extraño gusano que se movía de acá para allá, arrollando todo a su paso, cargando con enigmas jamás dilucidados, excepto en nuestra pequeña cabeza de niños, haciendo de ese mundo un segundo hogar.

Hoy, cuando viajo en tren o escucho a lo lejos su típico ta-tan ta-tan, vuelven a llenarse mis pulmones de aquellos aires de mi infancia. Y vuelvo a creer que la vida es un misterioso viaje sin principio y sin final.

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