jueves, 1 de abril de 2010

"Terremoto"

La ciudad de Valparaíso conserva rincones de atractiva belleza. Es un espacio natural y cultural donde los numerosos turistas que se acercan disfrutan del generoso equilibrio entre la vivencia del impetuoso mar y los pintorescos cerros.
El muelle Pratt es el punto principal de destino y partida de embarcaciones comerciales y de pasajeros. Frente a él se despliega cual remanso visual en medio de altisonante edificación, la plaza Sotomayor que propicia la imponencia del edificio de la Comandancia de la Armada de Chile. Esta señorial construcción se encuentra flanqueada por una guardia permanente. Un gallardo grupo de marinos ataviados con uniforme de blanco impecable, remembranza de un tiempo de gustos castrenses que la sociedad chilena se resiste a abandonar.
No obstante la atenta mirada de la custodia, el edificio invita a ser visitado más por su presencia distintiva que por la esperanza de hallar en él los motivos de interés anhelados por cualquier viajero. Vano es el intento de imaginarlo siquiera; el fortín de la Armada en pleno centro de la ciudad no recibe a visitantes, limitándose a testimoniar el poderío naval de un país con 5.000km de litoral marítimo.
Resignados antes de intentarlo, los caminantes se vieron atraídos por la calle Serrano, que desemboca en la plaza. Esta angosta arteria se encuentra bordeada por una línea ininterrumpida de edificaciones de dos o tres plantas; un aspecto de la antigua ciudad portuaria testificado a lo largo de algunas pocas cuadras que culminan en uno de los ascensores típicos de Valparaíso: el ascensor del Cerro Artillería. La presencia del viejo trolebús que “chupa” su energía de un tendido eléctrico aéreo, terminó por definir la imagen y operó a manera de imán para dos que indagaban sobre la historia y el presente.
A poco de incluirse en el paisaje, las antiguas imágenes acudieron en cada frente decorado, en cada zaguán, en cada escalera marmolada que ascendía hacia la oscuridad. Encuentros plasmados en profusión de abrazos, una cita vespertina del marinero enrolado en el buque mercante, en fin, olores a sal mezclada con vapores de carbón incandescente, provenientes de las calderas de los navíos que trajeron emociones recónditas al viejo puerto.
Los caminantes, no obstante, detectaron que el presente cortaba con filo implacable a aquellas pretendidas imágenes de antaño. Un cierto aire tenso y extraño comenzaba a invadir cada paso. Nadie hasta ese momento hubiera podido ubicarlo en palabras, pero resultaba evidente que el romántico pasado se había re-significado en un sórdido presente. Algo en los frentes gastados, en las demoliciones a medio hundir, en la soledad de la calle, insinuaba la acechanza de la mórbida quietud.
Hasta que un tirón violento, desgarrador e inaudito sobrevino ciegamente, desde las entrañas mismas de la injusticia presente. Los dos bribones acometieron desde atrás, silenciosamente, llevándose consigo la cámara de fotos y huyendo ágilmente se perdieron a la vuelta de la esquina. Inútil fue perseguirlos alocadamente en un esfuerzo físico nacido desde la desgarradora sensación de que, con aquella cámara, se llevaban consigo las imágenes que atesoraban los bellos momentos transcurridos.
¡Devuélveme el rollo! ¡Devuélveme el rollo!
Nada. Oídos taponados por el hambre de días huían y se perdían entre las sinuosas calles que ascendían cerro arriba.
Pocos días después Valparaíso y muchas otras ciudades temblaron y se derrumbaron al ritmo siniestro de un terremoto implacable. Las imágenes que la televisión mostró al mundo fueron elocuentes. Entre las grietas abiertas, entre los escombros rendidos yaciendo como muertos de una guerra de un solo bando, todo era lo mismo, nada poseía ya la característica de la individualidad.
Sin embargo, en el fondo de las entrañas de la tierra, allí donde la masa incandescente –como el viejo carbón- ejercía dominio absoluto, un rollo de fotos fue sepultado para siempre. Imágenes que sólo quedarán en los corazones de quienes les dieron vida y que quizás sirvan para perpetuar desde las profundidades las dulces emociones que la ciudad de Valparaíso ha despertado entre sus viajeros.
Un puerto que se ha quebrado, dejando además a decenas de sus habitantes sumergidos. No pocas emociones siguieron sus pasos.
Hoy sólo una incertidumbre subsiste: nadie podrá aventurar el destino de aquellos dos que pegaron el tirón y huyeron a la vuelta de la esquina.

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