sábado, 1 de diciembre de 2007

"El tren fantasma"

"Una velocidad imposible para una presencia efímera."
Foto tomada en el barrio de Palermo, Buenos Aires, Argentina.

"Re-despertar"

Qué fascinante resulta recobrar el don del arte. La capacidad de unión
espiritual y física en uno mismo, redefiniéndose sujeto y motivo y, a la
vez, vehículo virtuoso para delinear la belleza del entorno. Que se acerca, que envuelve.
Estirarse hasta no resistir la caída triunfal, como la gota de aceite que
refleja el haz de luz que la atraviesa, convirtiéndola en dadora de brillo,
cada vez más propio. La gota de aceite que se esparce sobre la piel que la aguarda, para absorberla y fundirla a sí.
Volver a identificar la belleza como el fin anhelado, la sublime instancia
del reconocimiento de que lo que irradio es lo que te mora y lo que me
guardo es tu depurada ofrenda.
La sensación de que el suelo ya no pesa, los pies ya no urgen su presencia, la creciente emoción que provoca el burbujeo que eleva la masa y la inspira, hasta lograr la amorfia total, el punto exacto del re-despertar a la vida.
El soñar con lo vivido, sentir el grosor de la dulzura en los labios, ansiar el momento en que el día entregue su dominio a la noche, el confirmar que la magia no se ha interrumpido.

"Presencia"

"Todo estaba allí, sólo faltaba ella."
Foto tomada en Cucao, isla de Chiloé, Chile.

"Los blancos lienzos que brillan"

El viento echa a volar lienzos blancos, aparentemente a la deriva.
Atraviesan todo tipo de geografías, adquiriendo formas inéditas,
toda vez que el capricho del viento así lo procura.
Algunas veces son formas de olas de mar, otras, formas de densas nubes.
Atraviesan estrechos senderos, acompañan el curioso recorrido de arroyos, imitan el grácil vuelo de aves bailarinas, rozan el lomo de algún animal echado.
Sobrevuelan el ancho caudal de un río que zigzaguea hábilmente entre montañas.
El viento los propulsa y los maneja a la vez; procura sus formas y las moldea.
Los lienzos blancos suben y bajan, alcanzan alturas imposibles y llegan casi a estrellarse contra el suelo.
Su peso es invisible, poseen la característica de la levedad más absoluta.
Su cuerpo es aire en movimiento, aire que es transportado, empujado, soplado.
Su blancura es completa, en la medida de la incandescencia del sol, su blancura es interrumpida solo por los suaves pliegues que se suceden sin un orden aparente, en una envoltura que no termina de cerrarse, en un roce que permanece empecinado en el rozarse, en la repetición del camino de entrecruzamiento, una y otra y otra vez.
El viento juega al juego de los pliegues, al juego de los eternos pliegues que se pliegan.
El viento conoce lo que el ojo más sutil no accede: el vibrar de las fibras más pequeñas, el pasaje por entre los millares de orificios que se ensanchan para habilitar su paso.
El viento se apropia del estruendo que se produce con cada pliegue, aquellos impactos sonoros inaudibles para toscos oídos, pero no para el viento.
El viento es el único testigo del verdadero suceso de los lienzos blancos revoloteando.
Mientras, allá abajo, el río se confunde a sí mismo con su loco trajinar de piedras, vegetación y murmullo incesante.
Los lienzos blancos pasan y se contornean y dan vueltas y danzan y brillan.
El río corre de prisa, esquiva todo a su paso, busca incesantemente.
Ahora los lienzos blancos toman altura, deciden partir hacia arriba, más y más.
Los brillantes lienzos blancos remontan su propia habilidad para remontar y remontan, remontan y se alejan. Suben y se pierden.
El río ya no puede consigo mismo. Su misión es avanzar y avanzar. Llegar a destino.
Los brillantes lienzos blancos solo responden al viento.
Su misión es el roce en las alturas. El brillo incandescente. Darle cuerpo al viento.
El viento los posee y, al mismo tiempo, es esclavo cautivo de los blancos lienzos.
El viento los eleva hasta hacerlos perder del registro del río.
Es que el viento es tímido y no le gusta ser visto desde el río, a raíz del jugueteo de los blancos lienzos por el aire.
Y allí arriba, bien arriba, el viento juega libremente a revolotear con los blancos lienzos y también él da vueltas, se pliega y brilla. Juega y produce estruendos de gozo.
Quizás el viento esté contento por tener un cuerpo o quizás, allí arriba, no necesite un cuerpo para estar plenamente feliz.
Los blancos lienzos brillan. Ahora el viento decide no brillar.
Pero no importa.

"¡Oh, sole mío!"

"No sólo las antenas parabólicas reciben ondas". Foto tomada en San Marcos Sierras, Provincia de Córdoba, Argentina.

"La Roca"

Aun la roca exuda su savia antes de ser quebrada.
Ni su rugosidad la aísla de la candidez. Sale en su viaje nocturno a regocijarse en su oculto secreto. Tan sólo patentiza la estupidez humana, cruelmente.
Si la quietud la entumeciera, explotaría con el son de las miradas.
Por el contrario, espera paciente a su Amado para desenvainar su desnudez y abandonarse a la luz de las luciérnagas.
Sólo la roca torna mudez en el bullicio de su trajinar. Hierve en secreto sus pasiones y retorna complacida a su lugar.
Se acomoda entre sus vecinas cómplices, rearmando el mapa de la ingenuidad.
El hombre pasa, la mira, se vuelve y suspira satisfecho. Su oído no alcanza a percibir la sonrisa burlona. La roca conserva su secreto. El hombre nunca accederá.
La roca sólo se abre a su Amado. Soporta las innumerables caricias diurnas provocando la erupción de su núcleo sin vacilar. El asiste puntualmente cada día, descubriendo su incandescencia en el crepúsculo. La roca no vacila en abandonarse a Su voluntad.

"Invierno neoyorkino"

"Lo esencial se hace presente incluso en "la ciudad de las luces".
Foto tomada en New York, Estados Unidos de América (del Norte).